Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Añilio, provecto caballero, le dijo a su entrepierna: "Mira mis manos: mañana cumplirán 80 años. Mira mis pies: mañana cumplirán 80 años también. Y lo mismo mis ojos, mi corazón, mi cerebro y el resto de mi cuerpo. ¿No te da vergüenza, desgraciada? ¡Tú también cumplirías mañana los 80 si no te hubieras muerto hace 20 años!". La mal llamada época colonial de México (digo "mal llamada" porque la Nueva España no fue nunca una colonia: fue un reino) gozó en la primera mitad del pasado siglo de una gran boga literaria. Conspicuos escritores -Valle Arizpe, González Obregón, Jiménez Rueda- no la consideraron tiempo de opresión y oscurantismo, sino etapa rica en frutos de todo orden, ya de arquitectura, ya de pintura, poesía, ciencia y literatura. Brilló entonces, como ahora y siempre, el travieso ingenio mexicano. Va de ejemplo. El 2 de febrero del año del Señor de 1697 hizo su entrada oficial en la Muy Noble y Leal Ciudad de México (ahora CDMX) el excelentísimo señor don José Sarmiento y Valladares, conde de Moctezuma y Tula, quien venía en calidad de virrey. Se preciaba de ser hábil jinete, e iba haciendo caracolear a su caballo, a fin de mostrar su destreza a la gente que se había congregado a ver su llegada. Al pasar por la plaza de Santo Domingo algo asustó al noble bruto -el caballo, no el virrey-, que dio un respingo e hizo venir al suelo a su señor. ¡Qué desgracia! Desde entonces el Virrey fue conocido con el mote con que lo bautizó el pueblo: el conde del Batacazo. Los romanos tenían un sentido común tan sólido como las piedras de las fábricas que construyeron, fuesen circos, vías o acueductos. Cuando un general entraba en triunfo a Roma la ley prescribía que un esclavo fuera junto a él diciéndole al oído con insistencia machacona: "Cave ne cadas", cuidado, no vaya a caer. Con eso se le hacía recordar lo efímeras que son las glorias mundanales. Algo como eso necesitan quienes ejercen poder entre nosotros. Piensan que son absolutos y -necedad mayor- se creen eternos. Pasará su tiempo, y serán poco o nada. Por eso deberían dedicarse no a hacer dinero ni a tratar de tejer redes de complicidades, sino a cosechar legítimos agradecimientos. Lo demás es humo de pajas que el más leve viento llevará. Si algún consejo pudiera yo dar a esos señores sería escuchar aquella canción que contiene, entre otras cosas de mucha sustancia y entidad, esta idea de honda filosofía: "Las torres que en el cielo se creyeron un día cayeron en la humillación". Y más no digo, porque esto ya va sonando a sermón de moralina. El cuento que pone fin a esta columnejilla tiene un cierto sabor medieval parecido al de los relatos de Chaucer o Gonzalo de Berceo. La historieta es al mismo tiempo ingenua y pícara, si es que se pueden juntar esas dos tan distintas calidades. He aquí tal relación, cuyo origen y autoría ignoro. Dos frailes de la Bendita Orden de la Reverberación iban por el camino de la aldea. A cada paso se topaban con las lindas muchachas campesinas que se dirigían a sus labores cotidianas. Lozanas y garridas, las aldeanas mostraban con desenfadada candidez sus pródigos encantos: los ubérrimos bustos que parecían querer escapar de la ceñida blusa; sus incitantes grupas; sus bien torneadas piernas; en fin, todos los atractivos que la sabia naturaleza puso en la mujer para incitar al hombre a realizar con ella la unión que lleva a perpetuar la vida. Uno de los frailecitos veía con miradas resbalosas a las bellas zagalas, tanto que la visión de su hermosura lo conmovió en modo nada espiritual. Le dijo a su compañero: "Hermano: si los sagrados hábitos que vestimos no fueran de estameña, sino de bronce ¡qué de repiques de campana se oirían!". FIN.

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