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Un sexenio es una eternidad

Agenda ciudadana

LORENZO MEYER

Una Propuesta. Para muchos, la segunda mitad de los sexenios presidenciales es un tiempo interminable, una frustración prolongada. El fenómeno data de tiempo atrás, pero se agudizó desde que se marchitaron las expectativas que brotaron en el año 2000 respecto a la supuesta transición mexicana a la democracia.

Los últimos años de las presidencias de Vicente Fox y Felipe Calderón llevaron a que una buena cantidad de mexicanos contáramos los meses, semanas, días que faltaban para que terminara la experiencia -pesadilla- de presidencias fallidas. La situación actual no es diferente. El mandato de Enrique Peña Nieto (EPN) aún no llega a la mitad de su calendario y ya el 72 % de los ciudadanos dicen tener poca o ninguna confianza en su gobierno, (Reforma, 4 de agosto). Entre las muchas cosas que debemos hacer para evitar o al menos paliar este tipo de agonía política, es acortar el mandato. Urge reducir el período presidencial -y el de todos los cargos de elección-, urge retornar al cuatrienio que se abandonó en 1928.

Las (malas) Razones de los Seis Años. Cuando finalmente los presidentes mexicanos posteriores a Guadalupe Victoria pudieron concluir sus mandatos con cierta regularidad -esto fue a partir de la restauración de la República en 1867-, se esperaba que el período de su ejercicio del poder fuera efectivamente de cuatro años. Sin embargo, la reelección (Juárez en 1871) abrió un flanco en la débil democracia mexicana y a partir del final de la segunda presidencia de Porfirio Díaz -1888- el término del mandato, en la práctica, se volvió indefinido.

Si, como se argumentó en la época dominada por la figura del general Díaz, el buen dictador era cosa rara, pero México tenía uno ¿por qué no evitar sobresaltos y un gasto inútil de energía política disminuyendo la frecuencia de las elecciones? Un diputado propuso crear la presidencia de ocho años. Al final, el congreso de la época aprobó pasar de cuatrienio a sexenio. Por eso, la octava presidencia Díaz la abarcó de 1904 a 1910 y se supuso que la novena -que Díaz oficialmente ganó con el 97.73 % de los votos- correría de 1910 a 1916, pero la Revolución Mexicana frustró el proyecto.

Sexenio y Reelección. La caída de Díaz en 1911 significó el retorno al cuatrienio presidencial más el propósito de no reelección. Sin embargo, la firmeza de ambas medidas no resistió el embate del general sin derrotas: Álvaro Obregón. Tras una purga interna del grupo en el poder, Obregón volvió a postularse para un segundo período presidencial en 1928 y de seis años. Ganó con un ¡cien por ciento! de los votos. Sólo su asesinato impidió que la bandera inicial de la Revolución - "Sufragio efectivo, no reelección"- quedara hecha trizas. Ya sin "la sombra del acaudillo" se recuperó el principio de la no reelección, pero ya no el del cuatrienio ni el del sufragio efectivo.

Los sucesores de Obregón no se atribuirían victorias del 100 % de la votación (salvo la de José López Portillo en 1976). Sin embargo, como las elecciones siguieron careciendo de sentido -como en el porfiriato-, el período presidencial de seis años se mantuvo y por las mismas razones que operaron en 1904: disminuir en lo posible las movilizaciones electorales. Y es que si bien el triunfo del oficialismo estaba asegurado de antemano, la ocasión propiciaba que afloraran tensiones dentro del grupo gobernante. Eso ocurrió en 1929 con los partidarios de Aarón Sáenz, pero con más fuerza con los almazanistas en 1940, los padillistas en 1946, los henriquistas en 1952 o los neocardenistas en 1988. La primera y la tercera de esas rupturas internas casi desembocaron en rebeliones armadas, como deseaban algunos de los descontentos.

Ventajas del Cuatrienio. Hoy lo ideal sería dejar atrás el régimen presidencial mismo y sustituirlo por uno parlamentario, donde la pérdida de confianza en el jefe del gobierno lleva de manera natural a convocar a nuevas elecciones y a una reconfiguración del grupo gobernante. Transitar de presidencialismo a parlamentarismo no pareciera factible hoy en México, por tanto una opción sería reinstaurar el período presidencial de cuatro años pero, por razones de nuestra historia, debe mantenerse el principio de la no reelección pues de lo contrario el remedio puede ser peor que la enfermedad.

Mal de Muchos no es Consuelo. México no es el único país de la región con un sistema presidencial donde la opinión sobre el presidente va a la baja. Con variantes, lo mismo acontece en Brasil con Dilma Rousseff, en Guatemala con Otto Pérez Molina o en Honduras con Juan Orlando Hernández, entre otros. En estos tres casos, la presidencia enfrenta un creciente rechazo de la ciudadanía motivado, como aquí, por la percepción de una corrupción extendida y muy evidente. Sin la salida de elecciones anticipadas, el descontento y las protestas aumentan, lo mismo que las posibilidades de crisis mayores.

En Suma. Es verdad que en caso de un buen gobierno, cuatro años pudieran ser insuficientes para redondear un proyecto, pero en el caso de un mal gobierno seis años son una eternidad. Si hoy y aquí el período presidencial fuera cuatrienal, para mediados del año entrante tendríamos elecciones y para las navidades un nuevo gobierno y una nueva oportunidad. Esa expectativa no aseguraría tener algo mejor, pero abriría nuevas posibilidades. Eso ya sería ganancia.

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