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Desconfianzas

JUAN VILLORO

La Autopista del Sol sirve de terapia a los automovilistas del DF y es tan cara como el psicoanálisis. Hace unos días recuperé la sensación de libertad que dan las rutas despejadas y comprobé que eso cuesta.

Después de Cuernavaca, dejé pasar la Fonda Cuatro Vientos, célebre bastión de la cecina, confiado en que encontraríamos otro sitio para desayunar.

Nuestro destino era Ayotzinapa y aún teníamos varias casetas por delante, pero a diferencia de lo que ocurre en otras carreteras, donde los puestos de barbacoa son más frecuentes que las gasolineras, sólo encontramos un restaurante cerca de Ixtla.

Entramos a un sitio con coloridos muebles de madera y piñatas colgadas del techo. Los baños estaban en perfecto estado, había un bar bien surtido y la carta ofrecía suficientes guisos para compensar la austeridad de la cecina.

Nos atendió un hombre alto, moreno, con un bigote espeso que resaltaba su sonrisa. Trajo unos totopos de cortesía y recomendó que viéramos la carta sin prisa.

Fui a lavarme las manos. Al volver a la mesa, mi acompañante dijo:

-Me preguntaron adónde íbamos y no supe qué decir.

¿Era seguro informar que nos dirigíamos a Ayotzinapa? La paranoia tiene muchas formas de llegar a la mente mexicana. Ir al sitio donde estudiaban los 43 estudiantes desaparecidos abría inciertas posibilidades.

El encargado regresó a tomar el pedido. Luego salió a la carretera. Vio mi coche, sacó un celular e hizo una llamada. ¿Por qué no hablaba desde su negocio? Tal vez afuera la señal era mejor, o tal vez no quería que lo escucháramos.

Regresó al local y nos entregó un ejemplar del periódico Sur:

-Para que se entretengan mientras esperan.

¿Qué tanto esperaríamos? Una trama comenzó a urdirse en mi mente: El hombre había preguntado adónde íbamos (aunque no obtuvo respuesta, nuestro destino parecía obvio, pues había festejo en la Normal). También revisó mi coche. ¿A quién había llamado? ¿Nos prestó un periódico para justificar la demora del desayuno? En ese lapso alguien podía llegar por nosotros. Vi que el sitio tenía dos puertas; puse la llave del coche sobre la mesa para dársela a mi acompañante y pedirle que escapara por la otra puerta en caso de que llegara un sospechoso.

Una Pick-up se estacionó junto al restaurante. Me puse de pie para espiar por la ventana. Los recién llegados no parecían narcos ni judiciales, sino empleados de oficina. Cuando volví a la mesa, los chilaquiles ya estaban ahí.

El desayuno transcurrió con tranquilidad y lamenté ser tan paranoico. El miedo me estropeaba el viaje más que las casetas de cobro.

Fuimos al acto de graduación de los estudiantes de Ayotzinapa, del que yo era padrino. Después de una conmovedora ceremonia, donde la indignación dio paso a la esperanza, convivimos con los alumnos y la legión de activistas que llega cargada de propuestas a los rincones más inesperados del país.

A las cuatro de la tarde comprobamos que las emociones cansan tanto como el Sol.

Decidimos comer en el mismo sitio donde desayunamos. No habría muchas otras opciones antes de llegar al DF. Además, me gusta suponer que tengo rituales y que al reiterar un acto confirmo algún tipo de creencia.

El encargado nos saludó aún con mayor cordialidad. Después de la jornada en Ayotzinapa, y ya sin el temor de que nos pudiera pasar algo ahí, disfrutamos la comida, aderezada con la plática de nuestro anfitrión. Contó que había trabajado durante quince años como parrillero en el DF, pero las tensiones de la capital lo enfermaron. Estuvo ingresado en un hospital de Chilpancingo; luego, la vida de provincia hizo milagros en su organismo. El restaurante era de él y sus hermanos.

Al despedirnos nos regaló unos dulces y prometimos volver ahí.

-A ver si me encuentran -dijo en forma enigmática.

Le preguntamos a qué se refería. Contó que los narcos eran los verdaderos dueños de la zona y ejercían derecho de suelo. Él había calculado la cantidad que podía hundirlo:

-Si me piden diez mil pesos mensuales, cierro.

Hasta el momento no lo habían tocado, pero temía la llegada del emisario fatal.

Antes de subir al coche, vimos el paisaje de verdes colinas. Lloviznaba y el viento traía un aroma de hierbas. El lugar era idílico, pero estaba en México. Por la mañana habíamos temido que algo nos pasara ahí. Al atardecer, el encargado nos habló de su miedo, como si le hubiéramos transferido el nuestro.

Habíamos desconfiado de alguien que desconfiaba de otros, alguien que merecía la mejor de las suertes en un país donde no queda mucha suerte.

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