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El eclipse del tripartidismo

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

La elección del 2015 rompió los equilibrios fundadores del pluralismo mexicano. El diseño y el azar dieron a tres partidos políticos la conducción inicial de la democracia. Esas tres formaciones daban norte a la competencia: el viejo partido hegemónico, ideológicamente gelatinoso, se colocaba en el centro del escenario. Lo flanqueaban una organización de derecha y otra de izquierda. Tres opciones en la contienda nacional que en las regiones se reducía, normalmente, a dos. Ahí estaban los pedales esenciales de la maquinaria de gobierno: los tres partidos se alternaban acelerador y freno. Durante un breve periodo coincidieron en la necesidad de olvidar las precauciones y apretar solamente el acelerador. Inmóvil o desbocada, la democracia mexicana dependía de esas tres fuerzas porque representaban a una apabullante mayoría electoral. Ahí estaba el secreto de la legislación y de las reformas constitucionales. Pero más allá de esa aritmética parlamentaria, esos tres partidos poseían las llaves del futuro. Es sobre todo esto último lo que cambiado. El futuro ya no es lo que era porque no lo escriben solamente PRI, PAN y PRD. Lo escriben también Morena, el partido ascendente, y esa nueva política que ya no necesita partido.

No hay partido que alcance el tercio de los votos. Aquí también parece desmoronarse el tradicional régimen de partidos sin que se haya asentado, con firmeza, uno nuevo. El eclipse del tripartidismo es el dato crítico del momento, el gran desafío de la democracia mexicana. Debemos reconocer que los electores han decidido lastimar a los partidos grandes y alentar a los pequeños. Podría decirse que esta fragmentación expresaría de mejor manera la pluralidad mexicana. Que las opciones respaldadas por los votantes podrían llevar al foro parlamentario ideas nuevas y perspectivas frescas para la vida pública. Sería una ingenuidad. Difícilmente podríamos decir que las opciones que se han consolidado (el Verde, Convergencia o el partido del corporativismo magisterial) aportan una nueva clave para entender o ejercer la política. Tendremos, por supuesto, un enérgico contrapunto legislativo en Morena. Una bancada que habrá de convertirse en foco de denuncia de cualquier reforma y de cualquier acuerdo. Pero, más allá de esa novedad, hay que decir que la sacudida de la elección reciente no refresca las ideas de nuestra política; no han surgido nuevos liderazgos, ni han aparecido estilos o propuestas nuevas. La misma vieja política, ahora fragmentada. Si vivimos una crisis de los tres partidos tradicionales, hay que advertir que no es debido a la emergencia de una nueva política, sino a las cuarteaduras de la antigua.

Se ha celebrado la aparición de los independientes como una inequívoca conquista democrática. No puedo sumarme al entusiasmo. Por lo pronto, habrá que cuidarse de los farsantes que busquen el disfraz de independientes para montarse en la moda. La figura, como cualquier instrumento de la democracia, puede servir a sus valores o pervertirlos. Los independientes pueden oxigenar el pluralismo. También pueden envenenarlo con su inclinación caudillista y su desprecio a las instituciones. Los candidatos sin partido pueden ventilar la vida política como buenas amenazas y castigos. Podrían ser plataforma de liderazgos innovadores. También, hay que advertirlo, pueden ser trampas. El despecho de los políticos tradicionales encontrará buen refugio en la figura. Los viejos profesionales de la política nacerán de nuevo como encarnaciones puras de la ciudadanía. Me pasé la vida en la CTM pero anoche vi la luz: soy independiente y odio a todos los partidos. Los chapulines tendrán otro pasto al que brincar.

Los poderes fácticos, al prescindir de los partidos, tendrán el camino abierto para patrocinar famosos y llevarlos al gobierno, sin tener que perder el tiempo en burocracias. Será más barato y el producto resultará más dependiente del mecenas. El hartazgo puede ser vehículo suficiente para convertir a un títere de los potentados en el héroe de la sociedad civil. El fenómeno de Nuevo León, celebrable por la contundencia del castigo a un bipartidismo podrido, es francamente ominoso. Insistiré en lo que me parece obvio: los partidos políticos, odiosos como nadie, siguen siendo el instrumento esencial de la competencia y del gobierno democrático. A pesar de que su defensa sea tan antipática, es necesaria, aún hoy. Edmund Burke, su primer defensor, vio en esos órganos de la diversidad una muralla contra el poder unipersonal, una vacuna contra el personalismo y la ocurrencia. Instituciones imprescindibles.

Tras la elección, los desafíos de la democracia siguen siendo los mismos: lograr una representación capaz de gobernar y limitar al poder; afirmar el interés público sobre las amenazas de su privatización.

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