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Shostakóvich y una paradoja

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Shostakóvich y una paradoja

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Saúl Rosales

La vida nos planta ante paradojas que no pocas veces nos obligan a someternos a ellas por más que busquemos e intentemos graciosas huidas o temerarios escapes. Dominados por la paradoja no nos queda sino capotear sus cuernos o remar a contracorriente salvaguardando posiciones o principios.

Viene a cuento lo anterior porque hace poco debí presentar el libro Dmitri Shostakóvich. Genio y drama, yo, de juventud prosoviética, corazón de color rojo comunista y cráneo que aloja como huésped consentido la ideología marxista. Con lo dicho se puede imaginar la orientación del libro y el sentido de la paradoja. Los declaro: es un libro antisoviético y por tanto anticomunista y antimarxista.

Carlos Prieto publicó su libro sobre Shostakóvich, lo dice en la introducción, para dilucidar si el genial músico soviético fue un artista “atormentado que tuvo que doblegarse ante los dictados de un Estado todopoderoso”, o por el contrario, fue “un genio que sólo fingió acatar dichos dictados”.

El autor, famoso chelista mexicano, ya había digitado tan bien como las cuerdas de su chelo las teclas de las que brotan no sonidos, sino palabras, para producir un libro sobre el mundo de Shostakóvich: De la URSS a Rusia: tres décadas de experiencias y observaciones de un testigo; así como otras obras, entre ellas Cinco mil años de palabras. Comentarios sobre el origen, evolución, muerte y resurrección de algunas lenguas; Las aventuras de un violonchelo: historias y memorias. Y, finalmente, aunque falta mencionar otros títulos, Por la milenaria China. Historias vivencias y comentarios.

Por mi parte, a Shostakóvich lo empecé a admirar después de que por mis ojos llegó a mi mente su existencia. Era 1965 y leí en la Revista de Literatura Soviética un comentario de Iván Martínov sobre los que entonces eran sus nuevos cuartetos, los números 9 y 10.

A propósito del noveno y generalizando, Martínov dice que las entonaciones desgarradas y punzantes irrumpen inesperadamente e “introducen en el mundo grotesco típico de Shostakóvich, que conocemos por muchas páginas de sus obras. Y, como encontramos con frecuencia en él, lo grotesco adquiere rasgos de agudo dramatismo […]”.

Comentarios como ese me servían para ir entrando al mágico mundo de la música grande que escuchaba en Radio Universidad, ahora llamada Radio UNAM, y para entender mejor lo que adelantaban los programas de mano en los conciertos de la orquesta de la propia UNAM en el auditorio Justo Sierra, llamado por los estudiantes Che Guevara a partir del movimiento del 68.

Aprovecho para referir aquí una anécdota contenida en el libro de Carlos Prieto. Shostakóvich, con toda su genialidad, como todos los seres humanos, sobrellevaba debilidades y gustos, algunos de ellos tal vez pueriles como el del futbol. El autor mexicano cita la anécdota leída en otros autores pero narrada por Alexéi Nikoláiev: “Empecé a observarlo de cerca. Jugaba al futbol y hacía bromas con amigos. De repente desaparecía. Tras cuarenta minutos regresaba. ‘¿Cómo están? ¡Déjenme el balón!’.”

Entre pase y pase de la pelota, Shostakóvich se escapaba para componer su música.

Termino diciendo que el libro contiene una generosa cantidad de fotos y otras gráficas y que los nombres rusos podrán leerse sin dificultad porque el académico de la lengua Carlos Prieto los escribe no con las estrafalarias grafías que muy frecuentemente se trasladan del francés y del inglés a los textos en español, sino con la que corresponde a la fonética de nuestra lengua. Para ejemplo podemos ver que él escribe Chaikovski, Rajmáninov, Oistraj, Jachaturián, no como encontramos esos nombres escritos en otros libros y en los discos.

Volviendo un poco al título, fui un comentarista que tuvo que doblegarse ante los dictados de la paradoja.

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