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Ogros de feria

JUAN VILLORO

Las ferias trashumantes que se instalan en las plazas invaden alegremente la ciudad y alteran las costumbres. Ahí merodean los carteristas, los vendedores de globos, las rubicundas portadoras de canastas que huelen delicioso. No falta el exceso culinario: el hot-cake de fábula, decorado con chispas y asteriscos de colores.

La feria es la última atracción industrial operada por personas. En los parques temáticos, los empleados se limitan a guiar a la gente a juegos que funcionan solos. En cambio, en las ferias pueblerinas cada puesto depende de un hombre al que por lo menos le faltan dos dientes. Supongo que no hay nada más arduo que montar y desmontar un carrusel donde circulan cisnes. Lo cierto es que el encargado es alguien vencido, con la cara cruzada por una cicatriz y las uñas negras de quien lucha contra los arrebatos de un motor.

En Europa, los responsables de los juegos mecánicos hablan con un vendaval de consonantes que parece venir del Este de la razón. Tienen los ojos huidizos de los que han visto demasiadas guerras y demasiadas carreteras. En sus manos calludas, el boleto parece un pétalo. La leyenda quiere que sean gitanos.

Aunque también en México algunos dependientes maldicen en rumano, casi siempre pertenecen a variantes locales de los hombres gastados. Quizá por tener manos tan grandes, prefieren tazas o vasos muy pequeños que realzan su fabulosa condición de gigantes. En recipientes diminutos, beben cosas fuertes: un café que despide humo de incendio o el licor bronco de los exploradores que van al frío.

Los padres temen a los hombres de pocas palabras y bigote carcelario que suben a sus hijos a una rueda giratoria, pero los niños confían en ellos con el respeto que se le tiene a un ogro bueno. Lo mejor de una feria popular son esos exponentes de la vida difícil en medio de las ilusiones infantiles. Un gordo impasible mastica chicle a unos centímetros del tiro al blanco, convencido de que ningún niño le va a disparar. Un fortachón desprovisto de pulgares revisa con delicadeza la cadena que protege a una niña en un columpio. Alguien más, salido de una mina de carbón, sonríe con arrobo ante lo bien que crujen las láminas de sus cochecitos. Así, los niños de la era post-industrial entran en contacto con los guardabosques de tierna aspereza que en los cuentos de hadas demuestran que sólo un monstruo salva de otro monstruo.

Algo distinto sucede en los parques temáticos, que rehúyen el vínculo con la ciudad. Se trata de espacios enclaustrados, al margen de los curiosos y los participantes informales. Quienes los atienden no han cargado las atracciones en su lomo ni pertenecen a la genealogía del energúmeno. A diferencia del circo trashumante o la feria migratoria, el parque no va en pos de sus clientes: los aguarda como una catedral del ocio. Lo primero que define su grandeza son las filas de quienes peregrinan para entrar ahí.

Estos lugares de alambicada arquitectura se ajustan a la definición que Michel Foucault hace de la "heterotopía". Entramos a una región "que tiene el poder de yuxtaponer, en un solo lugar real, múltiples espacios, múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles".

Si las ferias dependen por entero de corpulentos seres lastimados, los parques temáticos tienen un invisible cerebro electrónico que controla a distancia los trenecitos. En ese espacio sustraído a los afanes de la urbe, los dependientes despliegan una alegría corporativa. Vestidos como hadas, ratones de fieltro o jueces de un torneo de golf, no hacen otra cosa que distribuir a los visitantes y pulsar algún botón. Trabajan como si se divirtieran: "Disfruten el juego", dicen con maquinal agrado.

En las ferias callejeras, nadie recomienda que te la pases bien. Los encargados parecen haber visto dolores sinnúmero; no promueven sus juegos ni tratan de ser amables. Están ahí como un efecto de contraste, una prueba de que sólo la dicha de los otros es posible. El mundo se incendia pero los niños juegan. Si algo falla, el responsable meterá su mano entre los metales chirriantes a riesgo de perderla o coleccionar otra cicatriz. Nadie le dará las gracias ni él pedirá que lo hagan. Los gigantes salvan, pero no sonríen.

De pronto, la ciudad se anima con una feria de pueblo. Las sillas voladoras están destartaladas y todo parece a punto de venirse abajo. Pero alguien vigila para que ocurra la alegría.

Temibles y benévolos, los ogros de feria son extraños representantes de la ley en un país donde todo es inseguro.

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