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MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Una de las consecuencias de nuestra malograda educación, consiste en suponer que la realidad que enfrentamos quienes hemos tenido algunos o muchos privilegios, es exactamente la misma para los demás. Desde esa miope mirada, nos cuesta infinidad de trabajo comprender que hay quien no encuentra trabajo, o a quien sus ingresos nos les alcanza ni para comer, o quien se moviliza para obstaculizar la libre circulación por la vía pública, ante la reiterada desatención de las autoridades a sus problemáticas más sentidas.

Para algunos de nosotros, cuyos esfuerzos nos han permitido obtener ciertas comodidades, nos parece que los menos favorecidos lo son casi que por gusto, por pereza, porque llevan una vida desordenada que los sume en su condición. De tal apreciación se sigue nuestro desprecio y nuestro desdén. Son pobres porque no quieren trabajar.

Cuando así pensamos, cuando nos dejamos llevar por la impresión de la miseria culposa, casi siempre terminamos cometiendo una injusticia. Nadie elegimos dónde nacer, así es que, por un momento, imagine que en lugar de llegar al mundo en una de las muchas ciudades del país, le hubiera tocado ser uno de los 14 millones 850 mil indígenas que habitan, según el último censo del Inegi, en las comunidades de México. ¿Su realidad sería la misma? Veamos qué dicen las probabilidades.

De acuerdo a las cifras oficiales, la tasa de mortalidad infantil en México es de 16.77 muertes por cada mil nacimientos. Pues bien, entre las comunidades indígenas esa tasa es 60 % superior. Así es que su primer gran batalla la tendría que librar intentando siquiera sobrevivir. Suponiendo que lo hiciera, la probabilidad de que siendo niño padeciera desnutrición crónica sería muy elevada. De acuerdo con la Unicef, el número de indígenas en esa condición es el doble que el de los niños citadinos.

Con todo, hemos de suponer que su tenacidad, su disciplina y su disposición "progresista" le permitieran asistir a la escuela. Pues bien, según el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, nueve de cada diez escuelas de prescolar, y cuatro de cada cinco primarias carecen de personal directivo; 40 por ciento carece de mesas y sillas para los maestros, y en siete de cada diez prescolares, y tres de cada cinco primarias, un maestro atiende a más de un grado escolar a la vez. ¿Los mejores maestros? Ni pensarlo. Al menos, sabemos, se trata de la parte del magisterio peor pagada, con sueldos que están por debajo de la línea de pobreza.

Con todo en contra, supongamos que logra subsistir en ese medio escolar y que sus capacidades individuales lo conducen a realizar estudios universitarios. De ser así, sería usted perteneciente a ese 1 % de la población indígena que lo logra. ¿Con qué resultados? El del triple de probabilidad de sufrir discriminación laboral, peor si fuera usted mujer.

No, no estoy apelando a la igualdad utópica por la que claman algunas voces trasnochadas. Simplemente lo estoy invitando a suavizar juicios. A no presumir que todo aquel que se encuentra en una situación vulnerable es porque se la ha ganado. Y a molestarse cada vez que un político o un empresario corrupto se queda con un peso que no le corresponde, condenando más a los que ya lo tienen todo en su contra.

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