Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

El marido de Uglicia, fea señora, llegó a su casa y sorprendió en la cama a su mujer en compañía de su mejor amigo. Con tono de reproche le dijo al individuo: "Pitorrango: Yo tengo obligación de hacerlo. ¿Pero tú?". En Nueva York vio Babalucas el Empire State. (En ninguna otra parte habría podido verlo). Su guía le informó: "Es el rascacielos más famoso de la ciudad". "¿De veras? -se interesó el badulaque-. ¿Y a qué horas rasca?". Doña Macalota salió de la tienda cargando cuatro bolsas y seis cajas. Entre molesto y asombrado le preguntó su esposo, don Chinguetas: "¿Todo eso compraste?". "Si -respondió ella-. Pero mira todo lo que dejé". A esa chica le dicen "El saludo". A nadie se lo niega. En el bosque un cazador disparó su rifle a ver que se movían los arbustos. Pensó que era un venado. Apareció otro cazador y le reclamó, furioso. "¡Imbécil! ¡Con su disparo casi mató usted a mi esposa!". "¡Qué pena! -respondió el otro, avergonzado-. Mire: En compensación dispárele usted a la mía. Es aquélla que va allá". Don Ultimio estaba ya en las últimas. Con feble voz le dijo a su mujer: "Si te casas otra vez no quiero que tu nuevo marido use mis palos de golf". "No los usará -prometió la señora-. Él es zurdo". Don Poseidón, granjero acomodado, tenía dos toros sementales. Uno se llamaba el Corsario Negro; el otro era el Mariscal de Campo. Los dos habían cumplido durante luengos años su grato deber con las vacas, pero esos crueles enemigos -los años- se vuelven más implacables conforme avanza la batalla de la vida, y al final siempre resultan vencedores. En la carátula de un reloj de iglesia vi una frase en latín referida a las horas: "Vulnerant omnes. Ultima necat". Todas hieren. La última mata. Pero veo que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Sucedió que, llenos de ajes y lacerias, los dos toros de don Poseidón empezaron a mostrar señales claras de debilidad. Con ondulantes movimientos pasaban frente a ellos las vaquitas jóvenes, de firmes tetas y sinuosas grupas; en celo todas ellas, ardiendo en el deseo que la naturaleza pone en sus criaturas para que perpetúen la vida. El Corsario y el Mariscal, pese a sus sonorosos nombres, ni siquiera volteaban a mirarlas, acabados sus antiguos bríos y abatida la grímpola de su vigor. Lo único que hacían era mordiscar la hierba y mugir de vez en cuando con triste acento de elegía, como evocando el recuerdo de sus perdidas glorias. Los vio así don Poseidón y decidió jubilarlos. Para el efecto se compró un nuevo semental, un toro joven y fuerte al que puso por nombre "El Saltillero", por su calidad de másculo en continuo rijo y sus arrestos de viripotente follador. Llegó el nuevo toro y se plantó en medio del prado con actitud desafiante de macho alfa. El Corsario Negro y el Mariscal de Campo, que eran ya machos omega, lo miraron así, engallado y retador. El Corsario retrocedió, prudente. El Mariscal, en cambio, empezó a bufar y a rascar la tierra con las patas, como hacen los toros en el campo bravo cuando advierten la presencia de un rival. El Corsario le dijo con alarma: "¿Qué haces, desdichado? ¿Piensas acaso que puedes enfrentar a ese toro joven, en plenitud de fuerzas? Si luchas contra él te hará pedazos". "Ya lo sé -contestó el Mariscal de Campo sin dejar de rebufar y remover la tierra-. Lo único que quiero es que no me vaya a confundir con una vaca". Un rico ejecutivo se lanzó al vacío por la ventana de su oficina, que estaba en el piso 35. La policía fue a investigar la causa de su fatal determinación, e interrogó a la bella y curvilínea secretaria del magnate. "No me explico lo que sucedió -dijo entre lágrimas la voluptuosa fémina-. Tengo un mes trabajando aquí. Al terminar la primera semana me regaló un abrigo de pieles. Al final de la segunda me obsequió un anillo de brillantes. Cuando acabó la tercera me dio un collar de esmeraldas y rubíes, y hoy que concluyó la cuarta semana me entregó las llaves de un convertible de lujo. Luego me dijo que mis encantos lo volvían loco, y me preguntó cuánto le cobraría yo por un rato de sexo. Le respondí que se había portado tan bien conmigo que le cobraría solamente 200 pesos, la mitad de lo que les cobro a los chicos de la oficina. Fue entonces cuando saltó por la ventana". FIN.

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