En la polarización social y la frivolización de la política, el único diálogo posible -por llamarlo de algún modo- es el de la descalificación.
Cuando una elección transcurre en esa atmósfera, en vez de servir como ejercicio plural para dar con la puerta de salida del laberinto nacional, se convierte en el estrecho pasillo para adentrarse y perderse más en él. En esas estamos. El país no marcha en dirección de la imprescindible certidumbre política que debe arrojar por resultado la sana incertidumbre electoral. No, marcha en la dirección contraria: de la insoportable certidumbre de la vacuidad electoral a la insostenible incertidumbre política. Marcha al revés.
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Instalado en uno u otro polo del desencuentro nacional, cualquiera -ciudadanos, partidos, candidatos, gobierno y autoridad electoral- pierde el equilibrio y la interlocución. Así, en vez de enaltecer, la campaña electoral denigra a la política, vulnera la participación ciudadana y reduce la elección al juego de ganar posiciones sin importar cómo ni a qué precio y, desde luego, sin asumir posturas en verdad comprometidas.
En el plano ciudadano-ciudadano, el dilema es anular o ejercer el voto o, bien, revocar o aguantar el mandato presidencial sin importar la consecuencia. En el plano ciudadano-gobierno, unos increpan al Ejecutivo y éste los ignora. En el plano partidos-partidos, la meta es fincar el triunfo -si lo es- no en el acierto propio sino en el error del adversario. ¡Corruptos! ¡Hipócritas! ¡Lo advertimos! Son los grandes conceptos en juego. La cosa es ver cuántas curules salen de las astillas.
En ese escenario, la autoridad electoral rebota entre los polos con ínfulas de arbitrar la contienda. Bajar videos, imponer multas, armar casillas y parchar huecos es la función.
Contados los ciudadanos, los funcionarios, los candidatos, los dirigentes o las autoridades interesados en promover la participación o elevar el nivel del debate. Todos contra todos hasta la derrota nacional es la divisa. Y, claro, no faltan quienes juran que así es la democracia, un gran escándalo sin discurso vertebral. El absurdo es que tras la fiesta de esa democracia viene el funeral de la economía con ribetes de revuelta social.
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En la filosofía del aquí no pasa nada, todo se justifica.
La política es patrimonio exclusivo de las cúpulas. La criminalidad y la inseguridad, hechos aislados con dolores y quejidos. El malestar social, un incomprensible estado de ánimo pasajero, ciego ante el progreso. La corrupción, una tradición de viejo cuño cultural. La competencia económica, arreglo entre compadres. La ciudadanía, un simple elector a comprar o cazar en temporada. La economía mundial, la variable determinante de la nacional. El bajo crecimiento, una constante a dominar algún día... En esa filosofía, las elecciones nada tienen que ver con lo demás, son un fascinante y millonario concurso a ganar por quienes se sienten dueños de la política y amos de la ciudadanía.
En esa lógica, candidatos y partidos se empeñan en separar la basura: la realidad política de la ilusión electoral. Y, en su apoyo, la autoridad electoral se esmera en demostrar que, a pesar de los pesares, la condición del clima mejor no puede ser para votar.
Lo cierto es que, después de la jornada comicial del siete de junio, viene el tsunami económico que gobierno, partidos y candidatos ignoran para no empañar la celebración de la más extraña elección: aquella donde no hay de dónde escoger.
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Ante ese cuadro, la autoridad electoral debería tomar decisiones para acercar a las partes involucradas en el concurso, a partir de animar e impulsar el debate en torno no al remoto futuro, sino a la próxima coyuntura: el presupuesto base cero.
Ese presupuesto lo presume el gobierno sin decir qué entiende por él y, de él, candidatos y dirigentes partidistas no pronuncian una palabra siendo que su sombra oscurece el porvenir inmediato.
¿Por qué no, entonces, el Instituto Nacional Electoral convoca y organiza un debate, en dos rondas, con los dirigentes partidistas o con los candidatos que ellos determinen para fijar la postura de sus respectivas bancadas parlamentarias, cuando se constituyan en la nueva Cámara de Diputados? ¿Por qué no el Instituto sustantiva la campaña poniendo al centro ese problema, primero en la línea de la próxima Legislatura?
En esto hay un dato curioso, los dirigentes de los tres principales partidos que ayer suscribieron el Pacto por México serán muy probablemente los coordinadores de las fracciones parlamentarias. César Camacho, Gustavo Madero y Jesús Zambrano, que antes se sentaban a la mesa dispensándose sonrisas y ahora se miran con recelo, comandarán a los diputados de sus respectivos partidos: ¿qué piensan del presupuesto base cero?
Así mismo, los nuevos partidos que se incorporan a la escena, en particular el Movimiento de Regeneración Nacional y Encuentro Social, de seguro, alguna idea deben tener de cómo configurar el presupuesto correspondiente a la crisis en puerta.
El Instituto debería organizar un debate sobre el particular si quieren elevar el nivel de la contienda, interesar a la ciudadanía y actuar en vez de reaccionar.
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Más importante que las reformas emprendidas, quizá resulte la propuesta del presupuesto base cero.
Si esa iniciativa va en serio, supone rearmar la administración, determinar qué secretarías y comisiones deben sobrevivir o no, qué programas desaparecer o rediseñar y, desde luego, qué lujos y dispendios cortar. Esto sin mencionar la fórmula constitucional que, año con año, encarece la democracia y fomenta la lucha hacia dentro y no hacia afuera de los partidos para administrar las jugosas prerrogativas y los millonarios presupuestos que sienten tener escriturados.
Tras la supuesta fiesta de la democracia viene el ineludible funeral de la economía... ¿Es mucho pedir un debate donde candidatos y partidos fijen postura frente al presupuesto base cero?
