Festival

La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos a perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas.

Xavier Villaurrutia

“Cualquiera de los dos que se muera primero, yo me voy a San Miguel de Allende”, le advertí hace algunos años a mi Querubín, y conste que el que advierte no es traidor. Y allá me fui recientemente para saciar una curiosidad que se torna cada día más atrevida y me impide conformarme con el plato de comodidades que la edad me ofrece.

Con la seguridad de que el milagro de la vida se renueva cada mañana, elijo con frecuencia abandonar el confort doméstico para aventurarme y hasta perderme alguna noche fría y lluviosa entre las callejuelas oscuras de San Miguel. Mientras empapada por la lluvia, con el frío calándome los huesos e intentando mantener el equilibrio entre los charcos y el empedrado de la calle, maldigo mi intrepidez

¡Ay Diosito, si me ayudas a encontrarme, te prometo volver a casa, ponerme las pantuflas y sentarme en el más cómodo de mis sillones para leer los libros de Paulo Coelho. No sé si te sirva de algo pero te ofrezco ser prudente y aquietarme. Claro que cuando por fin me encuentro a salvo, olvido mis buenas intenciones y vuelvo a trotar alegremente por las calles de este pueblo mágico donde cada puerta ofrece una sorpresa: aquí textiles iluminados por las manos artesanas de las bordadoras, allá el hierro caprichosamente forjado, pájaros de hojalata, vidrio soplado, candiles, vajillas, candados, cadenas y aldabones con viejas historias, y por supuesto, guardando y protegiendo su ciudad, el arcángel y su corte de ángeles estofados.

Se necesitarían más que un par de ojos para participar del festejo visual que ofrece esta pequeña y amistosa ciudad de Allende, aunque lo que me convocó a volver en esta ocasión, fue el décimo Festival Internacional de Escritores que habría de celebrarse por acá. Porque creemos que leer y escribir son esenciales ya que la literatura enriquece nuestras vidas, alimenta nuestras almas y facilita la comprensión de nosotros mismos y de los otros, explicaba la convocatoria, y no necesité más para agarrar camino.

En mi silvestre manera de hacer las cosas olvidé cumplir con la logística que impone ese tipo de eventos, como inscripción anticipada, reserva de alojamiento y otros pormenores de supervivencia. Por supuesto acabé hospedada en el único cuarto disponible ubicado en una azotea, entre tanques de gas, tendederos y un frío que mordía por las noches como perro rabioso. Aún así la experiencia resultó fascinante, más aún por la sonrisa como un sol de la pequeña Mo, quien sin ninguna queja y con el entusiasmo que la caracteriza, compartió conmigo la aventura que consistió en un exquisito banquete de letras, fiesta de la palabra, música y refinamiento del espíritu, que compensaba con creces nuestras penurias nocturnas.

Ahí estábamos, discípulas aplicadas a escuchar las conferencias magistrales en las que los escritores de gran calado que nos visitaban, compartieron sus dudas, el miedo de no encontrar el adjetivo preciso, de que el texto que estamos escribiendo se nos escape, de que la palabra traicione la intención, de perdernos entre las ideas. La terquedad de seguir escribiendo en tinieblas, construyendo de la nada un primer libro, el segundo… Escritores que han conocido el éxito, recibido premios, y ni siquiera ahora, famosos y consolidados, consiguen tomar la pluma sin sentir la incertidumbre que padece todo aquel que pretende escribir con cierta coherencia. ¿Pero de qué se escribe si uno no está donde está la vida? Y allá nos íbamos, a rechinar las bisagras porque la mayoría de los asistentes al Festival, éramos ya mayorcitos que rejuvenecíamos al ritmo de la rumba, de la cumbia y la salsa que musicalizaba las noches literarias de tantos extranjeros que han encontrado en San Miguel cultura, seguridad y la cálida acogida de los lugareños.