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Extraordinaria elección ordinaria

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

La campaña para renovar las quinientas curules de la Cámara de Diputados arranca mañana.

Más allá de la fascinación de los partidos por disputar las sillas de San Lázaro, el concurso pone en juego mucho más. En él subyace el porvenir del Instituto Nacional Electoral, el de más de un partido, así como el margen de maniobra del gobierno para encarar la crisis económica en puerta y la crisis política y social que arrastra desde hace un semestre.

Quienes decidan acudir a las urnas e incluso quienes resuelvan no hacerlo determinarán, sí, qué fuerza y candidato habrán de representarlos, pero además definirán colateralmente el desenlace de la segunda alternancia en la Presidencia de la República que, hoy, resulta tan inquietante como decepcionante.

Desde la normal anormalidad de nuestra incipiente y frágil democracia, la elección federal de este año porta la etiqueta de ordinaria pero, vista en su justa dimensión, reviste un carácter extraordinario tanto por lo que someterá a prueba como por el paisaje político que arrojará su resultado.

Desde luego, a prueba estará el tino o desatino de los partidos en las candidaturas que presentan como también su fuerza, organización y capacidad para convencer al electorado, según su estilo, de premiarlos o castigarlos con el voto. Oficio donde las tres principales fuerzas no mostraron voluntad de renovar al grupo hegemónico que controla su respectiva estructura ni de abrir la puerta a los ciudadanos. No. Optaron por reciclar a los de siempre, meciéndolos de un lugar a otro sin considerar méritos ni deméritos en su hoja de servicio.

Con el reciclado de cuadros que, en más de un caso, deberían tener por destino la inhabilitación o descalificación política, priistas, panistas y perredistas mandaron un desalentador mensaje a la ciudadanía: la visión patrimonialista de la política, donde la condición ciudadanía se reduce a la de elector, limitado a escoger del menú preestablecido por ellos mismos. La selección de candidatos por parte de esos partidos no refleja una toma de conciencia del divorcio con la ciudadanía como tampoco del hartazgo frente a las prácticas relacionadas con la compra del voto, la asociación con el crimen, la corrupción o el uso indebido de recursos gubernamentales en actividades partidistas o, incluso, personales.

Se santiguan esos partidos frente a la anulación del voto y llaman a sufragar sin haber de dónde escoger.

A prueba estarán los partidos y sus candidatos, pero también el mazacote legislativo presentado con título de reforma electoral y alentado fundamentalmente por Acción Nacional con el beneplácito tricolor, que dio su brazo a torcer a cambio de la aprobación de la reforma petrolera. Canje de votos parlamentarios que parió un instituto electoral con deformaciones congénitas y que, ahora, vía acuerdos, intenta colmar las múltiples lagunas jurídicas.

Si el Instituto Nacional Electoral, que hasta ahora no ha dado muestra cabal de cohesión y decisión frente al complejo panorama que afronta, no consigue gobernar el proceso electoral y someter al dictado de las leyes a los partidos participantes, profundizará la crisis de credibilidad que lo afecta y que, a más tardar el año entrante, colocará al país por enésima vez ante la necesidad de reformar la reforma electoral, no sin antes solventar el conflicto pre y post electoral que incrementaría la atmósfera de inestabilidad política e incertidumbre económica.

En este punto llama la atención cómo el instituto electoral deja pasar la oportunidad de dar un golpe sobre la mesa, y acreditar su autoridad, retirando el registro al Partido Verde.

Hasta la saciedad ese partido ha demostrado a carta cabal que la violación de la ley y el desacato a la autoridad electoral son un instrumento de inversión que, aun con el costo de las multas, le rendirá jugosos dividendos a partir de las prerrogativas que pretende derivar. A nadie escapa que dada la baja calificación y popularidad del gobierno federal, el Verde es la muleta del tricolor con la cual quiere asegurar el tercio mayor parlamentario para operar, desde el Legislativo, las iniciativas -entre ellas, el presupuesto base cero- que enviará el Ejecutivo.

Saben los consejeros del INE que retirarle el registro supondría no sólo malquistarse con los verdes sino también con el partido en el gobierno. Sin embargo, no hacerlo lo debilita y lo puede conducir al fracaso.

Extraordinaria también resulta la elección porque, en esta ocasión, suma al tablero de los concursantes a tres nuevos partidos -Movimiento de Regeneración Nacional, Encuentro Social y Humanista-, así como una figura de participación ciudadana maltratada desde su origen: la de los candidatos independientes.

Sin considerar al Partido Humanista que difícilmente conseguirá cristalizar el negocio político que pretende, el movimiento lopezobradorista y la formación con ingrediente evangelista descuentan votos a diestra y siniestra, debilitando las posibilidades del perredismo y el panismo, pero sin acrecentar en demasía las suyas. En la evidencia, el perredismo ya acusa el efecto; no el panismo. Y, sobra decirlo, partidos como Movimiento Ciudadano y del Trabajo podrían perder el registro. En una primera impresión, esa circunstancia podría reportar beneficios al priismo pero, por lo visto, la gestión gubernamental con sus bajos índices de popularidad se los anula.

Como quiera, el paisaje después de la batalla electoral anticipa un ajuste en el régimen de partidos que radicalizaría la polarización que, desde ahora, se advierte y se respira.

El concurso electoral que, ahora, se cifra en el número de asientos en juego y en la capacidad del órgano electoral para conducirlo, a la postre determinará el margen de maniobra del gobierno para emprender las acciones que la crisis económica le reclama y la circunstancia política le exige. Acciones de gobierno que, en algunos casos, transitarán obligatoriamente por el Congreso o que pueden surgir de ahí.

Son unas elecciones ordinarias de carácter extraordinario en la normal anormalidad de una democracia en riesgo.

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