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La indignación y sus peros

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Mientras se encogen los espacios para la reflexión en los diarios, Milenio ha sabido aprovechar la plataforma de Internet para animar debates oportunos. En el papel vemos que las palabras se contraen y que se expanden las imágenes, pero Internet ofrece una plataforma para que el argumento se desenrolle y se presente en contraste con otros. Siguiendo el ejemplo del New York Times ha convocado a la discusión de los más diversos asuntos: de Uber al racismo en México; del festejo de Birdman a los nombramientos en la Suprema Corte de Justicia. Vale la pena detenerse en su foro más reciente. ¿Por qué estamos tan indignados?, preguntan los convocantes. ¿Por qué hay tanta frustración, tanto enojo, tanta rabia en el país?

Los participantes en el foro describen la distancia entre la sociedad y su política, la crueldad de la violencia, la corrupción, el estancamiento económico. Pero a mi juicio, el punto del debate no es tanto la fuente de la indignación como su intensidad. De pronto parece que describimos un país que se deshace, una nación en caída libre, un régimen político que explota. La crítica parece una competencia de apocalípticos. Seguramente hemos perdido perspectiva: seleccionamos la información que ratifica nuestro prejuicio de que vamos al abismo. No creo que a nadie sorprenda la irritación de estos momentos pero vale preguntarnos si estamos evaluando los problemas con la ecuanimidad indispensable. ¿Estamos siendo capaces de pintar el claroscuro de nuestra circunstancia o elegimos ver solamente la sombra? ¿Exageramos en nuestra crítica? Empeñados en la denuncia, ¿estamos abandonando el compromiso de comprender? Vale la pena, por lo menos, preguntárnoslo.

Me lo pregunto porque sé que cada afirmación insinúa un pero. Lo requiere para ubicar los contornos de la realidad. Nos ubicamos en el mundo a través de aproximaciones y repliegues sucesivos. La indignación no se da el permiso de retroceder, de ponderar. La indignación silencia la voz contraria y niega posibilidad a la réplica. Su veredicto es hermético y contundente. La indignación no analiza: condena. Y no permite el derecho a la defensa. El señalado será siempre culpable de la peor atrocidad. De ahí a la satanización del otro hay un milímetro. Lo hemos visto en estos días: quien discrepa de una multitud indignada es aniquilado simbólicamente.

La indignación resulta un reflejo, no una estrategia. Por eso puede servir como alivio, como respuesta inmediata, pero termina alimentando la frustración. Me pregunto si fallamos a nuestras responsabilidades al entregarnos a la indignación porque ese reflejo moral puede dificultar nuestra comprensión de las cosas. Desde luego, el resorte de la rabia ante lo inaceptable es un signo de salud pública. Celebro la indignación de estos tiempos porque es, en el fondo, una señal de vida. Si en México hoy no hubiera enojo no habría México. La inconformidad es la única prueba concreta de la sobrevivencia de México. Pero la indignación, decía Octavio Paz, siendo una moral, lo es de muy corto plazo. Tras el reflejo debe presentarse el juicio y éste exige ponderación, medida. Las simplificaciones del indignado difícilmente pueden ser pista para el entendimiento.

José Antonio Aguilar Rivera contribuye al debate con una reflexión muy pertinente. Pagamos hoy el costo de nuestras ilusiones. Creímos que la democracia sería un dios y resultó un monstruo. Pero el peligro de la irritación es perder la medida de los problemas y olvidar la dimensión de los cambios recientes. Dice Aguilar Rivera: "El riesgo del astigmatismo producto de la exasperación es que no veamos lo mucho que hemos logrado. Es cierto que la pluralidad y la competencia no instalaron controles y contrapesos. La dinámica virtuosa no ocurrió. Esas son las asignaturas liberales de nuestra política democrática. Sin embargo, se construyó un entramado institucional que no debe ser menospreciado. La cruda democrática es útil si nos recuerda el costo de nuestros excesos, nuestras desmedidas expectativas, sin embargo es peligrosa cuando disminuye el valor intrínseco del método democrático." Tiene razón Aguilar Rivera: la cruda democrática podría recomendar que mandáramos al diablo las instituciones. Pero defender el proceso democrático es hoy denunciar una práctica política que lo pervierte sustancialmente.

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