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Disciplina y civilización

LUIS RUBIO

En su ensayo sobre la crisis de la educación, publicado en 1954, Hannah Arendt critica la filosofía que coloca al niño en el centro del sistema educativo. Su argumento es que un sistema educativo permisivo genera un daño irreparable porque conduce al desarrollo de una niñez berrinchuda, demandante e irrespetuosa donde los padres ceden su función de educadores en aras de convertirse en amigos de sus hijos lo cual, afirma, ha producido generaciones de adultos que nunca llegan a serlo. El ensayo me hizo meditar sobre la radicalización de la juventud mexicana y lo que eso augura para el desarrollo de un sistema político, que por fuerza debe ser participativo y a la vez funcional.

El tema no es novedoso. Alexis de Tocqueville escribió a mediados del siglo XIX que una de las deficiencias de la democracia reside en que erosiona las estructuras de autoridad hasta que desaparecen los soportes que la hacen funcionar, conduciendo a la "tiranía de las mayorías". Más que preocuparme por el reino de las mayorías, mi reflexión es sobre la forma en que ha evolucionado nuestra inmadura democracia, abriendo espacios de protesta y radicalización, sin que existan mecanismos efectivos de participación.

En las democracias maduras la queja es que la política se ha fragmentado o balcanizado por el protagonismo de grupos de interés particular, cada vez más estrechos en su mira. A los ambientalistas no les importa el crecimiento, las mujeres privilegian la igualdad, los pobres quieren cada vez más subsidios, nadie quiere competir con importaciones, los migrantes asustan a las poblaciones nativas. Intereses estrechos conllevan acciones sectarias. No hay como observar la naturaleza de los asuntos que consume a los parlamentos europeos o al legislativo estadounidense para concluir que con frecuencia dominan las visiones más obtusas y cerradas.

En contraste con esas naciones, donde el problema es "demasiada" participación, o la forma que ésta ha cobrado, en México el asunto es mucho más de inmadurez democrática que de exceso. En los países desarrollados la participación se da a través de mecanismos perfectamente establecidos y reconocidos como legítimos. El resultado del proceso puede ser insatisfactorio para los participantes (como ilustra el voto reciente en materia migratoria en Suiza o la incapacidad estadounidense para legislar en materia presupuestaria), pero no se disputan los mecanismos o las instituciones responsables. En nuestro caso, una parte muy sustancial de la población repudia los mecanismos y no le confiere legitimidad al proceso político. El problema en nuestro país es de esencia.

Arendt considera que hay una profunda contradicción en el corazón de las democracias consolidadas, que se resume en que no pueden renunciar a la autoridad o a la tradición pero, al mismo tiempo, vivimos en una sociedad -y yo agregaría, medio siglo después, en una era- en la cual tanto la tradición como la autoridad se erosionan de manera imparable.

Las democracias maduras enfrentan problemas de proceso: cómo tomar decisiones en una era de fragmentación política. Nosotros enfrentamos el desafío de cómo organizarnos para ser capaces de construir esa sociedad consolidada y desarrollada. Lo fácil sería decir que me encantaría tener los problemas de los suizos o los suecos, donde sus decisiones son, en términos relativos, de carácter marginal. Nuestros problemas comienzan con el hecho de que al menos la tercera parte de la población le niega legitimidad al gobierno y al conjunto de instituciones que integran al Estado.

Esta circunstancia genera dudas sobre la viabilidad del sistema político y del modelo democrático que, con dificultades, ha ido cobrando forma. El Pacto fue un mecanismo genial porque permitió compartir culpas o, al menos, disminuir costos entre los tres partidos grandes, pero no resolvió la esencia de nuestros dilemas, que se refleja, por ejemplo, en la manipulación flagrante de la Constitución el año pasado. No objeto las reformas, pero el procedimiento es al menos dudoso porque implica que la meta-constitucionalidad es más barata que la constitucionalidad, que la compra de votos hace expedita la formalidad. El problema es que eso no mejora la capacidad de gobernar, no fortalece la legitimidad de la autoridad y no garantiza resultados en el plano económico, de seguridad o propiamente político. El Pacto acaba siendo un mecanismo mediáticamente útil pero de enorme costo para el desarrollo del país. Peor, ni siquiera atiende, ya no hablemos de resolver el problema de esa enorme masa de mexicanos que se siente ajena a las instituciones, que las reprueba y que no está dispuesta a jugar en un proceso democrático a menos de tener certeza de triunfo. El fenómeno López Obrador no es de una persona sino, más bien, se trata de la personificación del fenómeno de desafío a la autoridad, de rechazo a las instituciones y de propensión permanente al radicalismo.

En el fondo, el problema reside en la ausencia de mecanismos de participación que permitan consolidar a la política y la blinden, dando espacios a todos y legitimidad al conjunto. El país requiere soluciones del siglo XXI, no malas adaptaciones de una era ya superada. En su libro La venganza de la geografía, Robert Kaplan dice, refiriéndose a Putin, que un estadista visionario vería que la forma de salir del hoyo es construyendo una sociedad fuerte y participativa porque ese es el único medio a través del cual se hacen imposibles los excesos. No es una mala lección para México.

@lrubiof

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