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El dolor está vivo

En tres patadas

DIEGO PETERSEN FARAH

A Bertha, Hilda y María Inés

Seis meses después el dolor está tan vivo como el primer día. Para las madres de los 43 jóvenes desparecidos el 26 de septiembre no sólo es la fecha en que perdieron a sus hijos, también es el día en que cambió su vida. Nada es igual, principalmente porque faltan 43, pero sobre todo porque desde entonces están dedicadas a una búsqueda no que tiene tregua, aferradas a una esperanza que nadie les da, pero que ellas no pueden perder.

La verdad histórica de la PGR no sólo no les es suficiente, les resulta grosera y contradictoria. Los compañeros de sus hijos, estudiantes también de la Normal Rural de Ayotzinapa, les dan detalles que poco o nada tiene que ver con la versión oficial de Murillo Karam. Aquella noche les cerraron el pasó, luego les dispararon. Hubo dos refriegas. A las ocho de la noche y a las dos de la mañana. Ahí murió Julio César, el hijo de Bertha. A los del tercer camión se los llevaron los policías, los de los dos primeros fueron a atender a sus heridos. Al centro de salud llegó el Ejército, pero no para asistirlos, sino para interrogarlos, maltratarlos, juzgarlos, mientras uno de los jóvenes se desangraba con un balazo en la boca. Tardaron dos horas en llamar a una ambulancia. Nadie buscó en ese momento a los 43. Los compañeros porque suponían que estarían detenidos en algún lugar; el Ejército porque, por razones poco claras, decidió no intervenir; los directivos de la Normal porque desde entonces prefirieron esconderse y no dar la cara; los padres porque nadie les avisó que sus hijos habían sido retenidos.

La verdad histórica se quedó en un cajón. Pocos la creen, no sólo porque hay demasiados cabos sueltos y muchos elementos acomodados con calzador, sino porque la credibilidad de las instituciones de justicia está por los suelos. Los que la compraron lo hacen más ganas de que el asunto termine que por una certeza derivada de una análisis a fondo de la versión de la PGR. El Estado nos debe a todos aún una explicación convincente de cómo desaparecen 43 jóvenes a manos de fuerzas municipales ante la inexplicable complicidad de un batallón del ejército; qué papel juegan en todo esto las guerrillas y los grupos de delincuencia organizada. Pero sobre todo se la debe a los padres y madres de esos jóvenes algo más que discursos: el Presidente nunca ha ido a Guerrero a dar la cara por el Estado al que representa; el gobernador no tiene respuestas ni institucionales ni personales; la nueva procuradora no los ha recibido y probablemente nunca lo hará; el director de la Normal desapareció.

¿En qué instituciones se supone que deben confiar estos padres?; ¿con qué explicación deben regresar a sus casa? A seis meses de la tragedia la confianza muere, pero el dolor está tan vivo como el primer día.

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