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El derecho de la derecha

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Los gobiernos no terminan cuando concluyen. Dejan estela. Por supuesto, están las consecuencias de sus acciones, que siempre se miden y aquilatan tras la salida del gobernante, a veces, muchos años después de su despedida. Están también las nombramientos que perduran. Funcionarios que brincan la barrera del sexenio. Pronto se decidirá el ocupante de la oficina del Fiscal General y de un asiento en la Suprema Corte de Justicia. Las propuestas del presidente esperan la ratificación del Senado. Ambas tienen una coloratura ideológica innegable y, a mi entender, ominosa.

El próximo Procurador General de la República será seguramente el nuevo Fiscal General de la Nación. Permanecerá nueve años en el puesto. La mujer que el presidente ha propuesto para desempeñar tal labor tiene una larga carrera en el poder judicial y experiencia muy limitada en labores de procuración de justicia, pero carece de un perfil público. No es conocida su posición sobre los asuntos cruciales que abordaría como procuradora. La naturaleza de las funciones judiciales que ha desempeñado-ciertamente más administrativas que jurisdiccionales-tal vez explique estos silencios. Queda la duda de las razones por las que el presidente la considera como candidata idónea para un puesto tan delicado y tan complejo. El Ejecutivo no ha tenido a bien fundamentar las razones de su confianza. ¿Cuáles son los atributos personales y profesionales que la hacen, a ojos del presidente la mejor carta para ocupar esa oficina? Si a algunos preocupa su vinculación familiar con el imperio de la televisión privada, asunto que, desde luego, no es trivial, a mí me preocupan también las implicaciones de su formación profesional e intelectual en el campo más conservador del país. No en el campo de la derecha, debe decirse, sino el de la extrema derecha. Vale recordar que al fiscal no le corresponderá solamente perseguir delincuentes sino también cuidar la Constitución. Por eso necesitamos conocer la idea que la candidata de Peña Nieto tiene de su función, de la ley, de los derechos. El Senado de la República debe ser exigente en el examen y el interrogatorio de una candidata que es, ante todo, un misterio.

Tampoco es alentador que el presidente proponga a Eduardo Medina Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia. Un antiguo director de nuestra CIA propuesto para ocupar un asiento en el máximo tribunal. Imagínese usted esa propuesta en Estados Unidos: un hombre que estuvo encargado de los servicios de inteligencia, presentado como candidato a la Corte Suprema. Las instituciones policiacas como escalera al Tribunal Constitucional. Inimaginable allá y en cualquier democracia, ordinario aquí. El presidente tampoco escribe una carta de recomendación para justificar la terna que envía al Senado y que incluye a Medina Mora, pero la experiencia de éste lo hace a todas luces un candidato inapropiado para el tribunal.

A Medina Mora no lo podemos disociar de la ruina de los servicios de inteligencia bajo el gobierno de Fox y al fracaso del gobierno de Calderón en materia de seguridad. Medina Mora fue, en efecto, uno de los arquitectos de esa costosísima guerra. Medina Mora, por cierto, la llamó así: guerra. Durante su gestión como Procurador, celebró las muertes como auspicios de una victoria inminente. Más que el abogado que defiende una idea eficaz del derecho, trataba de aplicar un modelo de negocios a la lucha contra el narcotráfico: la muerte era así, un indicador celebrable de que los competidores sentían la presión del Estado. Mueren, luego avanzamos. La guerra de Medina Mora no solamente fue un fracaso para la seguridad, fue una catástrofe de los derechos humanos. Lo denunciaron así los organismos internacionales que advirtieron que el abuso se convirtió en rutina. A Medina Mora no se le puede recordar por su eficacia ni por su respeto a las reglas. Si el primer procurador de Peña Nieto llegó a decir que la Procuraduría estaba en ruinas, ¿es irresponsable de ese desastre el candidato de Peña Nieto a la Corte?

Escudado en la razón de estado, fue un vehemente enemigo de la transparencia. Siguiendo las tesis de la Iglesia Católica, quiso imponer el parto como un deber jurídico y penalizar en todo México la terminación voluntaria del embarazo. Ante el humor que ejercita la libertad para reír, el diplomático intervino en Londres para denunciar lo que él consideró inaceptable. Un político que defendió una estrategia calamitosa para los derechos fundamentales, un enemigo de los derechos reproductivos, un diplomático con impulsos de censor puede ser árbitro de nuestra ley suprema. Así estamos.

http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/

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