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El color del vestido o ensayo sobre la ceguera

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Ha nacido una nueva división entre los seres humanos: los que ven el vestido en color azul y negro y los que lo ven en blanco y oro. Ahora resulta que también en eso las personas somos distintas.

Como muchos de ustedes saben, la inocente pregunta de una escocesa el fin de semana pasado sobre el vestido que llevaba a una boda desencadenó un fenómeno viral en las redes sociales como no se había visto. Caitlin McNeill posteó la foto de su vestido y preguntó de qué color era. Diez horas más tarde la respuesta a la pregunta había generado 700,000 tuits. Algunos días después el tema rompía records en la blogosfera. En el momento de mayor tráfico se registró que 670 mil personas a la vez estaban leyendo sobre el tema tan sólo en Buzzfeed, uno de los portales que lo publicó.

Resulta que al observar la foto 72% de las personas contemplan un vestido blanco con franjas doradas mientras que 28% perciben un vestido azul con rayas negras. No se trata de un asunto de enfoques y que simplemente al acercarse o alejarse uno percibirá el otro color. Tampoco es un tema del ángulo provocado por la luz. Simplemente hay seres humanos de un tipo (azules) y seres humanos de otro tipo (blancos). Punto. Al parecer una disposición fisiológica hace que el vestido sea percibido de una u otra manera.

Más allá del morbo que provoca lo que podría tomarse como un capricho de la naturaleza, el tema tiene mucho de inquietante. Todos estamos convencidos que aquello que vemos y palpamos "es lo que es". Pero ahora se nos informa que no siempre es el caso. Dos individuos parados frente a lo mismo ven dos cosas completamente distintas. Cuando me mostraron la imagen me resultó tan evidente que se trataba de un vestido blanco y dorado que asumí que la persona a mi lado estaba bromeando cuando juró que era azul y negro. Incluso tuvimos un conato de discusión: ¿cómo es posible que no veas lo evidente? Al convencernos de que era auténtica la percepción tan contrastante, cada uno de los dos se quedó con la sensación que el otro tenía una deficiencia daltónica.

Las implicaciones de esta disposición visual neurológica para interpretar la realidad no son menores. ¿Y si en verdad los seres humanos tenemos distintas maneras para asumir la realidad, más allá de las disposiciones culturales, familiares, de raza, religión o clase social? Para decirlo llanamente, siempre creí que la concepción del mundo que tiene Vicente Fox o Enrique Peña Nieto me resultaba ajena por los condicionamientos morales. ¿Ese país paradisiaco que sólo ellos ven es resultado de su capacidad para autoengañarse o es porque de veras ven el vestido de color rosado?

En el fondo el problema es para todos. Eli Paricer publicó en 2012 un libro inquietante: The filter bubble. Mostraba la manera en que el uso creciente de internet estaba provocando que los seres humanos nos atrincheráramos cada vez más en nuestra propia burbuja. Resulta que Google, Facebook o Twitter nos retroalimentan una y otra vez con materiales y sugerencias a partir de nuestras búsquedas anteriores. Los algoritmos de estos sitios detectan todo aquello que consultamos y nos ofrece más de lo mismo. Si usted escribe la palabra Egipto en el buscador de Google recibirá un desplegado de sitios distinto al de un vecino aunque se encuentre a cinco metros de distancia. Usted podría tener sugerencias sobre economía y ofertas de viaje a la tierra del Nilo; su vecino, en cambio, podría recibir ligas de música, películas y artistas egipcios. Todo en función del historial de navegación de cada cual. Hoy en día muchos jóvenes sólo ven las noticias que aparecen en su móvil de parte de tuiteros a los que siguen. Y escogen a los que siguen en funciones de afinidades.

A la larga, dice Paricer, acabamos prisioneros de nuestras visiones anteriores, del muro perimetral que vamos construyendo sin que nos demos cuenta. En otras palabras, terminamos alimentándonos de nuestros propios gustos, de aquellos que sólo piensan como nosotros, de lo que confirma nuestra visión del mundo.

La policromía del vestido de la escocesa nos muestra que la realidad es múltiple y acepta muchas percepciones. La posibilidad de vivir en armonía y crecer como sociedad reside en nuestra capacidad de aceptar nuestras diferencias y convertirlas en fuente de enriquecimiento mutuo. Pero eso supone curiosidad y apertura hacia la otredad, hacia los que piensan y actúan distinto. Por desgracia caminamos en la dirección opuesta.

El fenómeno del vestido deja una moraleja apabullante: 7 de cada 10 juran que es blanco y dorado. Están equivocados, el vestido en realidad es azul y negro. Inquietante, ¿no? ¿Y usted, de qué color lo ve?

@jorgezepedap

www.jorgezepeda.net

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