Blanco y negro

No me refiero, querido lector, apreciada lectora, a los miles y miles de televisores que el así llamado apagón analógico hará llegar a hogares mexicanos. Son obviamente televisores de color (verde o blanco o rojo) y a colores... No los más modernos ni los de última generación, pero grandotes y llamativos y generadores, según algunos optimistas, de votos para su partido. Pero no, no me refiero a eso.

Tampoco me refiero con el título de este artículo al cada vez más marcado maniqueísmo que envuelve al debate público, y al privado también, en nuestro país. Un debate que es más descalificación que intercambio, en el que el adjetivo suple al argumento, y el epíteto sirve a muchos más que las ideas. Una discusión en que cada uno se considera blanco e impoluto, a su adversario negro de conciencia como el carbón. En la que el sentido común se ve rebasado y abrumado por los argumentos más absurdos y más vociferantes. En la que personas inteligentes y razonables descienden al nivel más básico y primitivo. Pero no, no estoy hablando de eso.

Cuando le puse "Blanco y negro" a este texto, no pensé en que los conflictos religiosos que agobian al mundo y que son vistos por la gran mayoría en términos del Bien y el Mal, como si el racismo, la discriminación y la exclusión sistemática no fueran factores que alimentan el odio y el fanatismo, como si la violencia de los unos no fuera el resultado de la violencia institucional de los otros, como si un Dios fuera más poderoso y justo que otro.

Ni me pasó por la mente que el extremismo y el fundamentalismo no son exclusividad de religión o sectarismo alguno, ni que los mismos que condenan el velo en las mujeres musulmanas aplauden la reclusión de las consagradas católicas o la separación entre hombres y mujeres para la oración en los ortodoxos judíos. O los que se atreven a generalizar y decir que todos los de tal o cual religión son fanáticos o violentos o extremistas o retrógradas o...

Lejos estuve de referirme al todavía obvio y burdo racismo y discriminación que imperan en Estados Unidos, donde se puede impunemente acusar de ser "poco americano" y de no querer a su país, al presidente, alegando la consagrada libertad de expresión, mientras que se escandalizan si el presidente se atreve a hablar de las claras y obscenas divisiones étnicas y raciales que persisten en esa nación. Se vale hablar de racismo en películas épicas de Hollywood, pero no tocar ni con el pétalo de un Ferguson la complacencia de clasemedieros estadounidenses.

Tampoco quise insinuar que los europeos occidentales, inventores según ellos de la democracia moderna y del modelo liberal que promueve la tolerancia y coexistencia de religiones y de ideas, sean en realidad los promotores de una doble moral que exalta ciertas libertades y formas de expresión al tiempo que limita y criminaliza otras. Negar el Holocausto es un crimen, pero ofender a Mahoma un derecho. Son Charlies de la calle y oscuridad de su casa...

Y por supuesto no me refería a nuestro querido país en el que olvidamos todas las faltas y las carencias de nuestros amigos, de nuestros compañeros de viaje, de nuestros correligionarios, pero convertimos en mantra la más mínima falla del adversario. Los nuestros sólo dicen verdad, los de enfrente sólo mienten y falsean. Así de simple, así de fácil ver todo a nuestro alrededor.

No, estimados lectores. Por supuesto que no me refería a ninguna de esas cosas. Solamente al color de las letras y del papel, o de la pantalla, sobre los que aparecen. Palabras, al fin y al cabo, que reflejan este mundo bicolor en el que vivimos.

Twitter: @gabrielguerrac

gabrielguerracastellanos Analista político y comunicador