Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Me alegraron mucho los Óscares obtenidos por González Iñárritu y Lubezki. Son el más pleno reconocimiento al talento de dos grandes cineastas mexicanos que han llegado ya a la madurez de su arte. Fueron estupendas las palabras del director de Birdman al recibir el galardón. Aprovechó a la perfección su tiempo e hizo dos demandas importantes para los mexicanos; una en relación con su país, la de un mejor gobierno; la otra relativa a la nación vecina, la de un trato mejor a los migrantes. Su voz la escuchó el mundo, y fue voz de verdad y de justicia. Algo más dijo en entrevista posterior: Aquello de que el miedo es el condón de la vida, y que debemos quitárnoslo si queremos vivir cabalmente. Eso me encantó. En efecto, es natural tenerle miedo al miedo, pero hemos de esforzarnos en vencerlo. Siempre que la vida nos llame acudamos a su llamado. ¿Qué hay que cantar? ¡Cantemos! Dios ama a los que cantan bien, y nos perdona a los que cantamos mal. ¿Qué hay que bailar? ¡Bailemos! Bailar es lo mejor que un hombre y una mujer pueden hacer con los zapatos puestos. A la hora de comer comamos, y bebamos a la hora de beber. Amemos, sobre todo, pues cualquier cosa que hagamos sin amor será un triste desperdicio. Vivamos plenamente, absolutamente, unánimemente. Quitémosle el condón a nuestra vida, como sugiere Iñárritu. Algunas veces nos morderá la crítica vidriosa de las personas que a sí mismas se dan el título de serias, pero les responderemos con una sonrisa -una carcajada sería falta de caridad-, y las dejaremos con su solemnidad a cuestas. En los tiempos de sombra que atraviesa México los premios que recibieron esos artistas mexicanos han sido motivo de alegría en todo el país, y también en El Moquetito, Tamaulipas. Hago mío ese gozo, uno más de los muchos que he hecho míos, y envío a Iñárritu y Lubezki un sonoroso aplauso, tributado además con las dos manos para mayor efecto... El padre Arsilio tenía en su casa un loro, regalo que le hicieron las Madres de la Reverberación. El tal perico era admirable. Sabía cantar el Alabado grande, y poseía un extenso repertorio de piadosísimas jaculatorias. Rezaba con devoción trisagios, octavarios y novenas. Entonaba trozos selectos de canto gregoriano con registro nasardo de chantre o sacristán, e imitaba la voz de las viejitas en los antiguos cantos populares: "Perdón, oh Dios mío", "Viva la Virgen, muera el pecado"; "Altísimo Señor". Sucedió que llegó al pueblo un vendedor de veladoras, y fue a la casa parroquial a ofrecer su mercancía al padre Arsilio. El cotorro lo vio llegar y desplegó todo su catálogo de himnos y rezos. El agente quedó prendado del prodigioso pájaro. Le pidió al cura que se lo vendiera, petición que el buen sacerdote rechazó. No se dio por vencido el forastero. A mañana, tarde y noche asediaba al padre con visitas y llamadas telefónicas para insistir en que le vendiera el perico. Cuando el buen sacerdote estaba oficiando misa el vendedor le mostraba desde el fondo del templo el índice curvado, como pico de loro, o aleteaba con las manos, a fin de recordarle el asunto del cotorro. No haré larga la historia. Tan persistente fue el asedio del tenaz sujeto que no pudo ya resistirlo el padre Arsilio y terminó por venderle el perico. Todo con tal de librarse de su acoso. Esa tarde llegó a confesarse una muchacha. Dijo: "Acúsome, padre, de que un hombre me persigue con intención lasciva. Hasta ahora he logrado resistirlo. Para fortalecerme leo cada día algunas páginas del libro 'Pureza y hermosura', de Monseñor Tihamer Toth, y por las noches digo las oraciones que San Antonio recitaba, a fin de librarse de malas tentaciones. Con ese auxilio espiritual he podido vencer las demandas de libídine de mi perseguidor. Espero que mi virtud saldrá triunfante de sus traidoras asechanzas". Habló el padre Arsilio: "Te felicito, hija, por mantener en alto el pendón impoluto de tu castidad. Uniré mis oraciones a las tuyas. Pero dime: ¿Quién es el hombre que te persigue con su concupiscencia?". Respondió la muchacha: "Es un vendedor de veladoras". Al oír eso el sacerdote lanzó un hondo suspiro y dijo con acento de pesar: "Hija mía: date por cogida". FIN.

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