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Deshielo

JUAN VILLORO

Debo regresar por ella -dijo el hombre.

La frase no significó nada cuando la oí por primera vez y ha tardado tres años en cobrar auténtico sentido.

Estábamos en Nueva York y una tormenta de nieve había congelado nuestro avión. Los pasajeros dormitábamos en una nave que no podía moverse. Habíamos abordado un vuelo sin posibilidades de despegue.

Por la ventanilla vi a un hombre que caminaba sobre el ala. Esparcía un líquido verde para derretir el hielo. Yo regresaba a México de urgencia, a causa de la enfermedad de un ser querido. Estaba nervioso, pero el sueño me vencía con su habilidad para transformar los sobresaltos en una inquietud difusa. Fue así como oí al hombre, o como creí hacerlo. El avión era rociado de anticongelante, la nieve cedía poco a poco en el fuselaje, la calefacción nos adormilaba.

Durante tres años pensé que había soñado la historia. Pero hace poco, una noticia hizo que volviera a mí con la fuerza del recuerdo. El presidente Obama propuso una nueva ley para regularizar migrantes y recuperé las palabras -vagas pero inquietantes- del hombre que apenas alcancé a conocer en ese avión bajo la nieve. Su relato, escuchado a medias, adquirió repentina realidad. El hielo que cubría la anécdota comenzó a derretirse con el líquido de la memoria.

"Tengo que regresar por ella", había dicho. Asumí que hablaba de su mujer. La frase resultaba ambigua. ¿Iba a recogerla o volvía a causa de ella? No hice preguntas, pero él no necesitaba de mi atención para hablar en un tono sincero, adolorido.

Aquel hombre había vivido treinta años en Queens. Pasó por los protocolos habituales del migrante que lava platos en cocinas donde sobran cucarachas y ascendió a limpiador nocturno de oficinas. Durante dos décadas vivió un Nueva York al revés, trabajando en oficinas desiertas. A medida que progresaba, fue ayudando a gente de su pueblo a emigrar. Abrió un restaurante de comida mexicana, un puesto de jugos y una tortillería. De un modo tranquilo, casi accidental, se convirtió en caudillo de una comunidad unida.

Creó un equipo de softball como la consolidación deportiva de sus logros y la prueba de que los mexicanos se saben adaptar a otras costumbres. Aunque ya rebasaba los sesenta años, seguía siendo un buen bateador. Un domingo le pegó con tal tino a una pelota que tuvo una iluminación amarga.

Esa mañana, su bat se había roto y un compañero le prestó el suyo, decorado con la leyenda "Jesús se vuela la barda". En alguna ocasión, él había pedido prestado ese emblema de Cristo, pero el dueño le contestó en forma irrefutable: "La mujer, la pistola y el bat no se comparten". Todo cambió cuando su bat se partió en dos como un signo del cansancio mortal de la madera. El equipo no podía perder a su cuarto bateador: el compañero díscolo entregó el objeto del deseo como quien ofrece el cetro de Jesús.

Acto seguido, el hombre conectó el home run más doloroso de su vida. El bat prestado le hizo pensar en otro talismán.

El hombre prosiguió su historia. Yo oía frases sueltas que sólo ahora entiendo. Cuando se refería a "ella", no hablaba de su mujer, sino de una cruz que había robado en su pueblo, antes de partir a Estados Unidos. Era una cruz de palo que decoraba un atrio donde a veces pastaban burros y a la que nadie parecía extrañar. A ella le debía su buena suerte. Había cruzado sin papeles, consiguió trabajo, pudo ahorrar, le dio trabajo a sus parientes y a los amigos de sus parientes. Pero al golpear la pelota con el bat de Jesús, sintió que la golpeaba con la cruz.

Ya casi no quedaba nadie en su pueblo; la gente emigraba o se moría. El mundo de su infancia estaba vacío, y él había contribuido a la tragedia, ayudando a que muchos salieran de ahí.

-Debo regresar por ella -repitió.

Le pregunté si se refería a la cruz.

-Va empacada, la estoy devolviendo -contestó.

Ese talismán justificaba su fortuna y la ruina de su tierra. Yo no estaba en condiciones de rebatir esa explicación mágica del mundo, ni siquiera estaba en condiciones de escucharla bien. El agotamiento y mis propias preocupaciones me alejaban de la suyas.

Tres años después, recordé el rostro trabajado por los años y el esfuerzo. A veces las palabras difieren sus efectos. Oímos cosas dispersas a las que no prestamos atención. Un migrante me habló de la cruz con que viajaba. Su dicha y su condena dependían de ese símbolo robado.

Sólo el tiempo me permitió convertir su angustia en una historia. Entonces entendí que también yo me había robado un símbolo y que debía devolverlo.

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