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Con el miedo arremangado

Opinión.

Con el miedo arremangado

Con el miedo arremangado

Cecilia Lavalle

Lo que tienes miedo de hacer es lo que más vale la pena. Es sólo una teoría, pero no me voy a morir con la idea de que pude haberme arriesgado a algo que me hubiera hecho feliz y no lo hice por miedo… Eso lo escribió mi amiga Norma, una cubana maravillosa que sabe de lo que habla.

Cuando leí sus letras me acordé de dos mujeres que conocí hace poco y que bien hubieran podido escribir esas mismas palabras.

La primera se llama Rosalinda. Es una mujer bajita, llena de sabiduría y que mira a los ojos. Nació en un poblado en medio de una selva tropical, al que se llega preguntando, porque ningún letrero lo nombra. Eso sí, el pueblo es famoso por ella, y da igual que una pregunte por Koopchen o por la casa de Rosalinda, la gente de los alrededores te guía sin titubear.

Es una artesana. Teje cestería desde que le alcanza la memoria. Y ella y su padre enseñaron a medio pueblo.

“La primera vez que salí de mi pueblo fue para recoger a mi hija que recién nacida se la llevaron a Mérida porque se estaba muriendo. Nunca me había subido a un camión, nunca había estado en una ciudad”.

Pero la gran aventura llegó cuando decidió enviar piezas suyas a un concurso de artesanías. Como suele suceder, no paso nada la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Pero a la cuarta, en un concurso nacional sus piezas ganaron el primer, segundo y tercer lugar. Y entonces tuvo que viajar a la Ciudad de México a recoger el premio de las mismas manos del entonces presidente de la República, Felipe Calderón.

¿No le dio miedo?, le pregunté. “Estaba muerta de miedo, me contestó, pero ni modo que por miedo no fuera”.

Rosalinda se arremangó el miedo y se fue. Y se fue y vino muchas veces más. Es la mujer que más veces ha salido del pueblo, y por eso es la que negocia, la que consigue trabajo para ella y para otras artesanas. Por eso el pueblo se hizo famoso.

La segunda mujer con su miedo arremangado no me dijo su nombre. Fue mi compañera de asiento en un avión y me pidió ayuda para ponerse el cinturón de seguridad. Se trataba de una mujer de larga cabellera negra, manos que mostraban arduo trabajo en el campo y voz de quien está acostumbrada a hablar bajito.

“Nunca me he subido a un avión, es la primera vez”, me dijo. Y sin tomar pausa ni respiro me contó que su hijo, un marino que había abandonado el pueblo en busca de otro futuro, se graduaba y recibiría medallas. “No puedo faltar, me mandó mis boletos, todo, y me va a esperar en el aeropuerto. Yo le dije que no lo hiciera, que no gastara, pero bien que me conoce, porque me dijo que así como yo le dije, que no tuviera miedo. ¡Hasta la maleta me mandó! Y yo, que nunca había salido de mi pueblo, ahora voy en avión. Oiga, ¿y esto se moverá mucho?”.

La tomé de la mano y le platique y me platicó todo el camino. Le mostré dónde debía recoger su equipaje y la puerta tras la cual su hijo la esperaba. La vi alejarse caminando derechita.

Sigo leyendo a mi amiga Norma: Lo bueno de caerse es que del suelo no pasas, y todo cuanto resta es levantarse. De una cosa estoy segura: de los cobardes no se ha escrito nada (mi madre dixit).

Sí, pensé, estas dos mujeres son de las que hacen historia. Y, claro, mi amiga Norma, también.

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