El páramo

Todos escogen el mismo camino, todos se van

Fragmento de Pedro Páramo

En la literatura, el espacio habitable existe en otra dimensión: el de las imágenes interiores. Es una alusión que en la mente adquiere extensiones concretas aunque efímeras. Dependiendo de la habilidad del narrador, puede quedar impregnado como la más real de las vivencias en el recuerdo o, contrariamente, convertirse en polvo de olvido.

La ciudad y las calles de Pedro Páramo huelen a ceniza y piedras calcinadas. Entre ellas vagan los personajes, sus recuerdos y sus almas errabundas. El sol del atardecer se escurre sobre muros infranqueables. Sus territorios permiten al lector construir un escenario real que es simultáneamente familiar y ajeno, ambiguo y enigmático.

Un lugar concreto es el destino del caminante que va en busca del pasado. En la imprecisión de los recuerdos se configura un escenario que a la vuelta de las páginas adquiere materialidad y sentido: Comala y la Media Luna; juntas, constituyen un universo. En torno a ellas giran los astros, se revuelven los muertos, merodean las revoluciones y como desde un atalaya, se divisa el mar, el cielo, los montes, y confluyen ahí todas los caminos.

Si acaso hubiera duda de la existencia de los mundos paralelos, la realidad fantástica cifrada en la roca del páramo la disiparía de inmediato. Así, en el patio de siempre, los susurros son de los que yacen bajo la tierra y los que deambulan entre los portales olvidados. Casas vacías, despojos en los quicios de las puertas, muros que se abren para recibir al visitante y que al romper el alba, despiertan cual mudas tapias.

En las calles de los vivos adquiere certidumbre la presencia del olvido. Habitaciones repletas de objetos abandonados por quienes se fueron para no volver jamás. Bajo las baldosas, un mundo subterráneo de lamentos y balbuceos que narran el pasado entreverado con la chispa de la vida diaria. Desde ahí hablan para cada uno de los habitantes del lugar los muertos.

De barda en barda un poblado pletórico de ecos ocultos bajo las piedras, cautivos en las paredes. Risas que el viento apaga y que se desvanecen en la noche. La desolación de las calles es la continuación de un paisaje que se prolonga hasta el infinito. La ciudad hecha de silencios, contenida por la inmensidad que puebla el viento.

El tálamo del amor es un lecho mortecino. Ahí yace entre techos derruidos el incesto. La luz perenne es el último aliento de la amada eterna; bajo la mirada impenetrable del patrón vela los sueños rotos por el tiempo.

Rodeado por el páramo, el pueblo es la antítesis de la vitalidad citadina. Es la trampa final del hijo pródigo que regresa a la casa del padre para encontrar la desolación de un recuerdo cruel e implacable. Forja entre sueños su delirio con el aliento de las almas que comparten un féretro y las añoranzas de los tiempos idos.

La plaza es el epicentro del murmullo de susurrantes voces provenientes de todos los rincones. Hasta ahí llegará el tañer de las campanas durante horas y días, para poblar con su sonido el espacio todo.

Y en medio del páramo, el mar. Purificando a Susana, y ella entregándose a él. Al otro desierto, líquido e incesante, bálsamo de su infancia. La existencia del poblado entendida desde la soledad más absoluta, en la superficie del agua. Y su regreso a casa, al pueblo que sabe a desdicha. Poderosa analogía del sabor de la fuerza bruta de los hombres.

Comala también tiene su canto. El de los tejados chorreando el agua de la lluvia, el de la lluvia corriendo por el empedrado de lomos lisos. El de los borbotones de la alcantarilla ahíta de agua.

Y al final, una luz que se apaga tras la ventana anuncia el término de un largo viaje. En el lugar que divide lo de afuera y lo de adentro. Símbolo puntual del final de la existencia. La Media Luna adentrándose en el espacio del silencio eterno, y la piedra fundamental del pueblo, desplomándose para siempre.

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