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Consenso e impunidad

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Tras la tragedia de Iguala se desata la competencia de la irresponsabilidad. El gobernador describe el problema como municipal y grita que el centro lo ha abandonado; la federación apunta a los gobiernos locales. Nadie asume la responsabilidad de lo sucedido. No es difícil ubicar en la impunidad, el origen de la barbarie. Los delitos sin castigo se propagan. Hay una filosofía política detrás de la impunidad: el consenso. La impunidad no es resultado simplemente de la incompetencia de nuestro sistema de castigos. Es consecuencia de una estrategia que anula los equilibrios, suprime los antagonismos y convierte a toda la clase política en cómplice. Aliados, se llaman.

El consenso, esa idea amistosa de la política, subordina cualquier rivalidad al cultivo del interés común. Las diferencias deben silenciarse y las infracciones esconderse. Como nadie está libre de culpas, nadie ha de señalar a los pillos. En tiempos de la hegemonía priista esta política de amistad fue esencialmente un acuerdo de protección entre las distintas fuerzas que componían la compleja alianza partidista. Servir al régimen era resolver las diferencias con discreción y esparcir ampliamente los beneficios del poder. La corrupción fue el alimento cotidiano de ese consenso. Lejos de recurrir a la represión, el autoritarismo distribuyó favores, entregó premios, ocultó trampas para cultivar apoyos y cómplices. El régimen de la amistad aplicó la ley para distribuir privilegios, beneficios y amenazas. Bajo ese sistema, la ley no podía ser leída con la frialdad de lo implacable. Por el contrario, era una cinta maleable para negociar. Para los aliados habría siempre una interpretación favorable, una lectura benéfica que refrendara el pacto. Las relaciones políticas eran el mejor alegato judicial. Más bien: las relaciones políticas eran el alegato que anulaba el escenario judicial.

El Pacto por México fue la restauración de ese modelo consensual. Si había un aire restaurador en la iniciativa estaba precisamente en ese extraño clima de colaboración que borró por algún tiempo las disidencias y anuló a las oposiciones. Durante un par de años el régimen democrático abrió un paréntesis a los equilibrios del antagonismo para entregarse a la causa de las reformas. Esa interrupción de los contrapoderes no ha sido irrelevante y creo que tiene una seria responsabilidad en la perpetuación y agudización del clima de violencia que padecemos. El Pacto por México no deben medirse solamente por lo que produjo en el terreno legislativo, sino por lo que provocó en el ámbito de la ilegalidad. Se han subrayado, con razón, los productos constitucionales y legislativos de esa vasta alianza reformista que nació con el gobierno de Peña Nieto. Debemos ahora registrar el impacto que tuvo al alentar los abusos con patrocinio partidista. Jorge G. Castañeda y Carlos Puig lo han advertido recientemente. Al apostar al acuerdo reformista, el gobierno de la república estuvo dispuesto a olvidar todo reclamo a la administración anterior y a eliminar toda fricción con los partidos de la alianza. Recordar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la administración de Felipe Calderón habría puesto en peligro la negociación con el PAN. Advertir la connivencia de los gobiernos perredistas con la delincuencia organizada habría arriesgado el diálogo con el ala negociadora de la izquierda.

El gobierno federal y, en particular, la Procuraduría General de la República, tienen que responder por qué no actuaron en contra del alcalde perredista de Iguala cuando había muchos testimonios que mostraban su vinculación con el crimen organizado. El programa de Denise Maerker llegó a registrar esas denuncias. El procurador mismo las escuchó directamente... y nada hizo. El gobierno estaba negociando la reforma fiscal con el partido que había postulado al presidente municipal de Iguala y prefirió desatender las evidencias.

El Pacto por México puede verse hoy, con claridad como un pacto de complicidad. La justicia nuevamente subordinada a las estrategias de la política. Que la fascinación por la eficacia política de Peña Nieto termine trágicamente con los homicidios y las desapariciones de Iguala no es, a mi entender, casualidad. Aquella eficacia estaba cimentada en un acuerdo tácito de impunidad cuyo desenlace nos horroriza hoy. Si ese pacto de impunidad no formó parte del texto, fue componente esencial de su interpretación.

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