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Guerrero o la impunidad

ALEJANDRO HOPE

Ni me pregunten. No sé cuáles son las causas de la masacre de Iguala. No sé si fue una confusión, un acto represivo con tintes políticos o una disputa entre bandas. Sí sé, en cambio, porque los criminales involucrados se sintieron autorizados para secuestrar, torturar, mutilar, decapitar, desollar y calcinar a los estudiantes de Ayotzinapa. Lo hicieron porque calcularon, no sin razón, que sus actos salvajes no iban a tener consecuencias. Lo hicieron porque en México, la impunidad es reina.

Para muestra, la más reciente Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública. Según ese estudio de Inegi, se cometieron 33 millones de delitos en 2013. De ese universo, se denunció ante la autoridad algo menos del 10 por ciento y entre los delitos denunciados, no se abrió una averiguación previa en más de la tercera parte de los casos. En 2013, la llamada cifra negra llegó a 93.8 % de los delitos, una marca histórica.

Peor aún, en los pocos casos en los que hubo una denuncia y se abrió una averiguación previa, no pasó nada por lo regular. Sólo en el 7.5 % de ese subconjunto, un presunto delincuente fue puesto a disposición de un juez. Eso significa que no hay sanción alguna para 99.5 % de los delitos que se cometen en el país. Ante ese panorama, lo que sorprende no es la proliferación del crimen, sino que no haya más personas dispuestas a violar la ley.

La situación no es mucho mejor para delitos graves. Entre 2006 y 2012, fueron asesinadas intencionalmente 131 mil personas. En 2012, se encontraban recluidos por homicidio 30,404 reos en todo el sistema penitenciario nacional, un tercio de los cuales (aproximadamente) estaban en la cárcel por homicidio culposo (no intencional). Y muchos, por supuesto, eran probablemente inocentes, a la manera del protagonista del documental "Presunto Culpable". Es decir, aún en el caso del homicidio, la tasa de impunidad se ubica probablemente por encima de 80 %.

Desde hace más de un año, el gobierno federal ha presumido la disminución de averiguaciones previas en diversas categorías de delito. Pero eso es señal de incentivos torcidos: como ciudadanos, lo que quisiéramos ver es menos victimización y más denuncias. Lo que hemos visto en los últimos dos años es exactamente lo contrario: más delitos y menos denuncias, lo cual significa, por definición, más cifra negra y mayor impunidad.

La tragedia de Iguala es la manifestación extrema de un sistema de seguridad y justicia donde nadie denuncia nada porque nadie investiga nada y nadie es sancionado por nada, salvo algunos desafortunados que acaban en la cárcel más por pobres que por culpables. Y vendrán otras historias de horror mientras no haya un esfuerzo serio por disminuir la impunidad.

Eso significa muchas cosas, pero al final de cuentas es aritmética básica: menos delitos y más denuncias efectivamente resueltas. Entornos sociales menos criminógenos. Mejores policías para disuadir conductas ilegales. Un ministerio público que genere confianza y resultados. Tribunales que en efecto impartan justicia. Prisiones que no sean puertas del infierno, que sirvan para disuadir, incapacitar y rehabilitar.

Iguala hoy y antes La Barca, Cadereyta, San Fernando, Salvárcar y muchos otros sitios de triste renombre son recordatorios de que no podemos seguir andando en la misma ruta. O reformamos en serio nuestras instituciones para hacer de la impunidad la excepción y no la norma, o seguirá ininterrumpido el atroz y previsible carrusel de horrores.

Twitter: @ahope71

(Analista de seguridad)

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