Una vez más resurge a la actualidad el tema de la autonomía como vigorosa expresión y símbolo de la independencia nacional. Muchos ven en ella el llamado que resume, en un solo golpe, las aspiraciones más nobles de la civilización.
El fenómeno no es nuevo. La terca insistencia se impone. Es recurrente a lo largo de cientos de años, si no es que de miles. El resultado, que en unas cuantas horas conoceremos, de la votación de los escoceses sobre mantenerse o no como parte del Reino Unido. El plebiscito imprimirá un indeleble sello, no sólo ahí, sino que será tomado como ejemplo en varias comunidades del mundo para resolver sus propios dilemas separatistas.
La razón es bien simple. El ser humano jamás renunciará a su impulso a librarse de lo que lo perciba como restricción. Su búsqueda por afirmar su libertad es inherente a su más íntima naturaleza y lo conducirá siempre ahí. Pero la historia de la humanidad confirma que esta búsqueda no basta. La felicidad que se busca en la independencia, no es resultado de mera aspiración. Lo importante es saber encauzar ese anhelo para que cumpla su finalidad. Esto es asunto muy distinto.
La independencia no asegura acierto. Su misión no es ésta. En su más favorable interpretación sólo abre opciones a la exploración. El clamor por ser libres no pasa de ser simplemente una expresión de tal búsqueda. No se le puede pedir más.
La elección que se realiza esta semana en Escocia nos presentará la confirmación de lo anterior. Los votantes emprenden, como lo seguirán haciendo siempre, una aventura más en su andar.
Lo anterior no resta importancia a la decisión que tomen en pleno uso de su derecho constitucional. La decisión que emerja de las urnas, de independizarse o mantenerse dentro del Reino Unido, tendrá amplias repercusiones y dejará frustrada, por lo que se prevé, a la mitad de los 4.3 millones de votantes. La libertad que ejerzan, la independencia que utilicen, es simplemente otro caso más del inevitable poder del libre albedrío que caracteriza a la condición humana. La felicidad que surja para unos o el desencanto para otros, no provendrá de la secesión con que actúe el votante, sino de la manera en que luego se aplique el resultado de su voto.
Por circunstancias muy peculiares, propias de las turbulencias ideológicas y los confusos dilemas políticos de esta época, se han dado inesperadas coincidencias de consultas y votaciones en diversos países para resucitar viejos reclamos y proponer nuevos rumbos a provincias que han formado parte de estados nacionales mayores. Están a la vista los casos de Flandes en Bélgica, Cataluña en España, Crimea oriental opuesta a la Crimea europeizada. Se está pendiente de restablecer la Chipre griega a su porción turca, reunificar Cachemira en la India tras de su arbitraria división. Otros pueblos que se sienten privados de sus territorios ancestrales, como el tibetano que aún hoy reclama su independencia, o el de Taiwán que sigue separado de su nacionalidad china milenaria.
No podemos saber si dichas aspiraciones a ser países independientes se cumplirán. Hay casos en que está constitucionalmente prohibido y que realizar el paso implicaría un drástico rompimiento que originaría una verdadera revolución.
El afán independentista de algunas regiones no está resuelto, pero ello no impediría que algún grupo ultranacionalista lo intente. En estos casos habría que sujetar la cuestión al sistema judicial o dejar que el tema se dirima por la negociación o por la fuerza.
En ningún caso, empero, la independencia en sí misma es la vía. La democracia se vale de la independencia, pero nunca es en sí misma la solución. La solución estará siempre en el buen juicio con que se aplique la independencia. El caso de Escocia lo confirmará una vez más. ¡No hay más que desearles buena suerte!
