Meditaciones bajo la lluvia

Lo que hacemos con nuestras horas es lo que hacemos con nuestras vidas. ¿Encender la chimenea en pleno verano? Pues sí, para combatir el moho que va invadiendo los muros de la casa, oxida mi esqueleto e inevitablemente me pone melancólica. Lo que el cuerpo me pide en estas tardes de lluvia es salir a la calle para arroparme entre la gente. Instalarme en alguna cafetería o tal vez en la barra de un bar donde encuentre a cualquier solitario que como yo, ande urgido de hablar

¡Caray! Traigo miles de conversaciones acumuladas durante los años de silencio a los que me condenó la teleadicción de mi Querubín. Sólo el recurso de escribir me ha salvado de morir ahogada con mis propias palabras. Alguien dijo que las mujeres rezamos porque necesitamos hablar con alguien dispuesto a escucharnos.

Yo rezo y Dios me escucha -o eso quiero creer- pero también necesito que me responda y hasta ahora lo único que he conseguido es que me deje hablando sola; igualito que mi Querubín. Las consultas de los terapeutas están saturadas de mujeres que pagamos porque alguien nos escuche con interés para poder expresar lo que sentimos, protestar o tan siquiera pelear para desahogarnos a gusto.

En la soledad de esta tarde lluviosa y en medio de una paz que yo nunca pedí pero que la vida me ha impuesto, tengo la sensación de que los días resbalan sin dejar huella. Refugiada en el recuerdo me pregunto a dónde se fueron aquellos años en que los veranos eran luminosos y cada mañana traía nuevas sensaciones; aquellos días en los que en forma de miedo o aventura yo estrenaba el mundo.

En tardes encapotadas como esta, me agobia la sensación de que todo está ya hecho. De que para bien o para mal, todo está terminado. Una rabiosa granizada se ensaña contra mis ventanas y cuando todo a mi alrededor insiste en que me ponga a llorar; canto bajito, sólo para escucharme: Seguro que hay sol, mañana… que te apuestas que mañana, sale el sol…

Como ya he dicho aquí, la cordura me enloquece y me decido por la locura de salir a desafiar la lluvia. Ni siquiera me detienen los libros que desde cualquier lugar de la casa se me ofrecen. Entre la lectura o la vida; elijo la vida aunque que esté escrita con tan impresentable sintaxis.

Elijo la vida aunque todavía me provoque vértigo el precipicio que existe entre aquel mundo lento y provinciano en el que las nenas nos educábamos con las monjas, y los nenes con los hermanos maristas. Aquél pequeño mundo en el que las jovencitas no salíamos sin chaperón y aprendíamos taquigrafía y mecanografía “por si el marido nos salía malo”; y el vertiginoso mundo en el que vivimos hoy.

Para las mujeres de mi generación el salto ha sido al vacío, pero caímos de pie; aunque la tecnología nos atropelle todos los días y el culto a la juventud nos obligue a mantenernos en forma y a no considerar siquiera el hecho de envejecer. Y aunque no nos atrevamos a confesarlo -porque fuimos formadas en la cultura de la hipocresía- el sexo nos resulta más atractivo que nunca. “Después de todo la única fecha de caducidad es la muerte”, me digo y envalentonada salto del sillón, buscó mi gabardina, tomo un paraguas y salgo decidida: si la vida no me busca, yo voy a su encuentro.

¡Sueños guajiros! Resulta imposible circular en esta capital donde todos los años en verano nos anegamos puntualmente. Los semáforos no funcionan, nadie avanza, el tránsito se coagula y yo, también como todos los años, maldigo al jefe de gobierno en turno. Entre 'claxonazos' e insultos de los conductores que tratan de impedírmelo, consigo dar vuelta en 'U' para volver a refugiarme en casa. ¡Bah! Después de todo, quién quiere salir a una ciudad lodosa y paralizada. Lo que toca es la chimenea, pantuflas; y Los Miserables de Víctor Hugo para sentirme acompañada.

Correo-e: [email protected]