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Religión y política

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

Los crímenes cometidos contra la población civil en el conflicto de Medio Oriente entre judíos y palestinos, ha puesto en un primer plano de la atención internacional, el tema del antisemitismo.

En las últimas semanas ha salido gente a las calles de muchas ciudades del mundo para protestar por la política genocida del Estado de Israel frente al Pueblo Palestino, desde urbes europeas como París, Londres, Mánchester, Hamburgo y Berlín, hasta capitales americanas como Santiago, Montevideo y Buenos Aires. Además de las protestas sociales, los gobiernos de algunos países han fijado posturas oficiales de condena en contra de Israel.

Tales posturas no constituyen antisemitismo. Es absurdo e inadmisible pensar que el pueblo judío como estado o como sociedad, o cualquiera otra persona o comunidad en el mundo, estén exentos de responder de sus actos frente a sus semejantes.

El problema es que la guerra del Medio Oriente rebasa el territorio palestino y amenaza la paz mundial, porque en el fondo yace el conflicto por el poder temporal entre los descendientes de Isaac e Ismael, como sarmientos de la estirpe del Patriarca Abraham.

Estamos a querer o no frente a una cuestión teológica, arraigada en el alma de los involucrados. El pueblo judío se proclama pueblo elegido de Dios llamado a prevalecer sobre los demás pueblos de la tierra, entre los que se encuentran los pueblos del Islam, producto de la predicación de un caudillo reconocido como profeta por sus seguidores, algunos de los cuales sostienen la Guerra Santa contra los infieles como un deber de sumisión a la voluntad de Dios.

El estado judío es un estado teocrático, y teocrático es el objetivo político de los movimientos extremistas que hoy día pretenden formar un nuevo Califato en los territorios que en su expansión llegue a dominar la Yihad (Guerra Santa), amenazando incluso a estados del mundo islámico en los que existen gobiernos seculares que aspiran al respeto a la pluralidad y a la sociedad abierta.

La dificultad de separar al poder temporal del poder eterno, se advierte en que a pesar de que han pasado dos mil años desde que Jesús mandó dar a Dios y al César lo que a cada cual corresponde (Lucas 20,25), el género humano no ha logrado el propósito.

No quiere decir que la Iglesia de Cristo haya estado libre de la tentación del poder temporal; ha sucumbido a ella en ocasiones, en su perjuicio y en detrimento de la misión que le es propia. El Cristianismo aspira a la construcción del Reino de Dios, pero no desde la cúpula del poder político, sino por vía de impregnación desde la comunidad de los fieles, y por ello es Sal de la Tierra y Luz del Mundo (Mateo 5, 13-14).

En este tema es obligado citar a Benedicto XVI, en el marco del debate sostenido frente al prominente rabino de Nueva York Jacobo Neusner, en el libro Jesús de Nazareth. El hoy Papa Emérito reivindica el abandono de la política como búsqueda del poder terrenal por parte de las religiones, como resultado de la apertura incluyente del Dios de la Biblia a todos los pueblos de la tierra, por medio de Jesucristo.

Ratzinguer considera que el judaísmo está superado entre otras cosas, porque sostiene formas jurídicas y sociales que se determinan de modo unilateral, como un derecho sagrado del Israel Eterno al que refiere el Rabino Neusner, frente a los demás pueblos y para todos los tiempos.

El mensaje de Cristo en cambio, está ausente de toda pretensión política. Considera que lo esencial es la comunión de voluntad con Dios por medio de Jesús, a partir de la cual los hombres y los pueblos son ahora libres de reconocer lo que en el orden político y social, se ajuste a esa comunión de voluntad.

Los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, dejan atrás la legislación basada en el derecho divino y se confían a la libertad del hombre, quien bajo su estricta responsabilidad, debe discernir lo que es justo y conveniente al bien común, para construir la vida pública a partir su comunión con Jesús.

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