PARIS NO ARDIÓ

El espectáculo de lo bello, en cualquier forma que se presente,

Levanta la mente a nobles aspiraciones.

Gustavo Adolfo Bécquer

“El tema del septuagésimo aniversario del Desembarco de los aliados en las Playas de Normandía es inevitable en estos días y tú debes escribir sobre eso”; ordenó una vieja amiga que como tantas otras veces, me cobijó en su casa para compartir conmigo iluminadoras conversaciones, sus libros, y agasajarme con los suculentos quesos franceses. Mi amiga siempre tan serena, tan francesa, tan chic; se apasiona y pierde toda templanza cuando le respondo que yo no escribo lo que debo sino lo que quiero.

Ella insiste en el tema y yo inasertiva, como siempre he sido, me permito comentar lo afortunado del hecho de que durante la Segunda Guerra Mundial no cayera ni una bomba sobre París; mientras Londres fue cruelmente bombardeado y del viejo Berlín no quedó piedra sobre piedra. “Berlín tenía que ser destruido porque no podía detenerse de otro modo al loco que había desatado uno de los peores horrores que hasta entonces había conocido la humanidad”, grita mi amiga dando un puñetazo que hace saltar los cubiertos de la mesa.

Es evidente que a pesar de los años transcurridos, ella no ha borrado de su memoria los terrores que vivió durante la guerra. “Berlín tenía que ser destruido para que Europa salvara la vida”, afirma con excesiva contundencia. Antes de que me suelte un bofetón emprendo la graciosa huida con la sensación de que esta mujer intolerante no es la amiga que yo conocía.

A pesar de ser una conservadora radical como casi todos los franceses, mi amiga, que siempre mostró gran disposición y apertura para escucharme, ahora parece incapaz de soportar mis comentarios. Cuesta aceptar que nada es para siempre, ni siquiera la amistad; que no se rompe ni se termina pero con los años llega a transformarse tanto que se convierte en un cruce de palabras educadas, medidas y pesadas que ya no tocan los corazones.

Pero París bien vale una amiga y yo disfruto los últimos días paseando, admirando, afianzando mi idea de que resulta imposible atentar contra tanta belleza. Declarada ciudad abierta y sin enfrentar ninguna resistencia de los parisinos (al menos no frontalmente), los alemanes tomaron la ciudad reemplazando la bandera francesa por la nazi que de inmediato ondeó en todos los edificios públicos marcando simbólicamente el territorio. El ejército alemán mostró su poderío desfilando por los Campos Elíseos, y para que no hubiera duda de quién mandaba ahí; se impuso a los franceses el horario y la moneda alemana. Deslumbrado por el perfecto urbanismo y la belleza de París, el mismo Hitler meditó largamente frente a la tumba de Napoleón, paseó por los jardines de Luxemburgo haciéndose fotografiar en su recorrido para que el reportaje fotográfico de su visita permitiera a los alemanes inmortalizar su “victoria” a los ojos del mundo.

Afortunadamente las cosas no sucedieron como Hitler las había pensado; cuando consciente ya de que “su” guerra estaba perdida y antes de abandonar la ciudad, en su retorcido cerebro planeó y ordenó a Dietrich Van Choltitz -su general al mando- incendiar París. Consciente de la inutilidad de destruir tanta belleza, y confiando en salvar su pellejo cuando llegara la debacle total; el general desatendió la orden y el París de Edith Piaf, de Claude Debussy, de Charles Aznavour, nunca ardió. Eso era lo que mi amiga no me permitió comentar, y como se me quedó atorado lo cuento ahora para quien tenga la paciencia de leerme.

No cabe duda de que entre lo que imaginamos y la realidad, se agazapa siempre una dosis de desilusión. Mientras me pregunto quién espera a los solos de este mundo; preparo mi equipaje para volver a cobijarme entre los muros de mi casa donde el filo de los recuerdos volverá a cortar.

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