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No basta la productividad

JULIO FAESLER

La obsesión por la productividad como meta distrae la atención a la finalidad propia de la economía. Lo que a ésta importa no es el ritmo o intensidad a lo que se produce, sino el volumen y el calidad de la producción. El equívoco es igual a la costumbre de fijarse más en relativos y porcentajes que en las cantidades o en las cifras reales.

La productividad como virtud puede distinguir y suscitar admiración para un país, pero de ninguna manera constituye la meta. La finalidad del proceso de aprovechamiento y explotación de los recursos humanos y materiales con que cuenta un país es generar el número suficiente de piezas que la sociedad requiere. La productividad sólo es el indicador del grado o ritmo de eficiencia con que la producción se realiza.

Si a índices vamos, la composición del producto final es más importante para un país que el índice de productividad con que se cultiva, extrae, fabrica o sirve. El artículo inicial del que se parte puede ser ofrecido al mercado en estado natural o bien procesado o modificado de acuerdo a las exigencias de la demanda que se pretende satisfacer. Para esto se añadirá valor, con trabajo adicional, elementos que a su vez provienen de otros procesos.

Un país que limita su actividad productiva simplemente a los artículos que cosecha o extrae de su territorio no sólo desperdicia la posibilidad de emplear su mano de obra en actividades que eleven su producción a niveles más redituables, sino que se coloca en la situación de tener que traer de fuera los artículos elaborados que su mercado interior demanda. En términos de comercio exterior, se encuentra que tiene que exportar grandes volúmenes de los productos sin elaborar para poder adquirir los productos procesados o industrializados que requiere para sus necesidades. Si cuenta con sobrantes de mano de obra, esta fórmula no es la correcta.

Aumentar el valor de lo que se exporta procesándolo con la mano de obra disponible y usando el máximo posible de materiales locales, es el camino que se emprende si se quiere reducir la importación innecesaria de productos que pueden producirse en casa y así liberar divisas para otros fines.

El caso de México es conocido. Nuestra abundante mano de obra, especialmente la juvenil, está subutilizada y se derrama a muchas áreas indeterminadas de muy baja productividad en comparación con la de procesos avanzados. La alta tasa de informalidad, que se estima en la mitad de la población económicamente activa y que tanto se deplora, se remediaría ocupándola en los procesos de fabricar nuevos productos y añadirles valor con materiales nacionales,.

Esto no está sucediendo. Contrario a lo que podría esperarse, el estímulo y apertura en la fabricación de un sinnúmero de artículos que con las vastas reformas actuales se están proyectando, no se aprovecharán más que en una reducidísima proporción. Y como ejemplo, basta ver que los representantes más significativos del empresariado dicen que basta que la integración nacional de los equipos que han de ofrecerse al sector energético sea sólo de 25% y que al paso del tiempo podrá aumentarse al 35%.

La postura empresarial choca con la ingente necesidad que tenemos de abrir nuevos empleos y remediar la informalidad que resta vigor productivo al país. Tampoco reconoce la urgencia que se tiene de reducir con producción nacional la salida de divisas que se invierte en importar equipos.

La necesidad de ajustar la mira y enfocar energías en producir más no sólo atañe a la proveeduría energética que se va a desperdiciar, sino a todas las demás áreas de la actividad económica nacional. Las compras masivas de alimentos, de insumos químicos, de componentes para las armadoras automotrices y maquiladoras de domésticos son los campos que requieren ser reducidos mediante el aumento de la integración nacional de nuestros productos.

Terminada la etapa de las reformas la tarea que sigue es la de realizar un gran esquema de producción donde la obsesión por la productividad ocupe su lugar de mero adjetivo.

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