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Recorrer un poeta de sur a norte

La fusión entre biografía y ficción

Recorrer un poeta de sur a norte

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Iván Hernández

La casa de Dostoievsky es en ocasiones una verdad y casi siempre la posibilidad de algo cierto. El personaje principal, ¿Heriberto, Enrique, Eduardo?, va de un momento a otro de su vida sin más estrella en alto que la poesía, luminaria que no aparece con frecuencia en el relato.

La historia comienza en el barrio, en la pobreza, con los amigos, esos que tienen la manía de durar años en nuestros corazones haciendo de cómplices y benefactores, de alumnos y consejeros.

De ahí el relato va ascendiendo hacia esas cumbres vitales que son las mujeres, los éxitos y los peligros, las decepciones y demás, hasta llegar a lo que se entiende por la gloria en este valle de lágrimas: una muerte que no parece cierta, la sensación de que el final, el final de siempre, no era el apropiado.

Su nombre es el Poeta, el lector puede llamarlo como quiera porque su historia, en lo esencial, es la de tantos escritores aunque a veces resulta incómodo no darle un nombre al personaje central. ¿Enrique, Miguel, Alfredo? inicia su camino en esa casa poseída por el espíritu de un ruso que es sinónimo, entre otras cosas, de dolor, ruina y la esperanza de redención.

Por los cuarenta del siglo pasado, se comenzó a hablar de él, sus poemas aparecían en las revistas universitarias, vivía junto a artistas que tampoco sabían lo que era la buena fortuna, en un lugar apropiado para devanarse los sesos, marearse y naufragar en la tormenta psicológica (la peor de todas las formas del horror) del que escribe poesía como forma de vida.

La estrechez es la norma de ese bohemio dependiente de la buena voluntad de aquellos que tienen medios y quieren ser como él, estar con él, aprender de él.

Las estaciones

Autor de El inútil de la familia y Los convidados de piedra, entre otras obras, el chileno Jorge Edwards presenta en La casa de Dostoievsky una prosa con giros coloquiales, algunos lugares comunes, un volumen disfrutable si se supera el escollo del primer ciento de páginas que se alarga como los minutos en las salas de espera. De ahí en adelante, la novela se desenvuelve y arroja claridad, soltura, momentos que acongojan y otros que devuelven a la risa su calidad de alimento, y así la casa de Edwards se hace corta como la música que hace de dos horas de concierto un dulce instante.

Frente a los ojos lectores el Poeta se enreda con Teresa, viaja a París para mantener un íntimo y clandestino contacto con la felicidad, luego vienen la estancia en la Cuba de los barbones y la incandescente María Dolores, mujer con afinidad por el bienestar y los desequilibrios que conlleva el compartir la cama con artistas; después, la vuelta a la patria en ese aciago periodo que culmina con Allende bombardeado y Pinochet en el poder, la enfermedad y el recuerdo.

Pero nadie escapa al desgaste que conllevan existir, atestiguar el paso de los años, y sentirse en riesgo cuando los hombres de nuestra generación comienzan a zozobrar, a sucumbir, a desvanecerse.

La brutalidad

El derrumbe del artista bajo el peso del sistema es otro de los destinos en el itinerario de La casa de Dostoievsky. Para ello, Edwards recupera el caso del poeta cubano Heberto Padilla.

Primero vienen algunas palabras dedicadas a Fidel Castro con motivo de su discurso para explicar el fracaso de la zafra de las diez millones de toneladas, momento harto complicado para la isla postrevolución: Era mucho más fácil anunciar un combate, llamar a las armas, lanzar un desafío al enemigo.

Heberto Padilla cae de la gracia, pasa un tiempo en la cárcel y su reaparición pública causa tristeza y espanto porque se acusó a sí mismo, en el más impecable de los estilos (…), de su desafección, de su distancia, de su fatuidad, de su mal agradecimiento con la Revolución que le había permitido viajar por el mundo y trabajar en un alto cargo, de su traición artera, de su egocentrismo vanidoso.

Un buen momento de la novela es aquel en que uno de los personajes se pone a imitar la voz de Pablo Neruda y va enlazando versos, a cual más divertido, parecidos a los del autor del Canto General: Los grandes zapallos del verano escuchan / y las patatas lloran.

La ficción y su telón de fondo

Los efectos de realidad dan a esta novela un tono de biografía que le ha acarreado no pocas críticas. De un tiempo acá, el sentido común es el menos común de los sentidos, y por ello, entre otras causas, una novela es vista como otra cosa. En vida, el Poeta se convierte en una leyenda que lo sobrepasa y le anexa elementos que son o simples exageraciones o mentiras, la intención biográfica es apenas un recurso, toda existencia vista en retrospectiva está incompleta y Edwards juega con las posibilidades antes de mencionar lo que quizás sucedió.

Se dan las claves, los premios que ganó, los lugares en que residió, las personas con las que convivió, pero todo es cuando mucho, una selección de momentos, una muestra de diálogos, una secuencia de eventos, pero, con eso y más, sigue siendo una novela.

Además, el autor no omite mencionar la transformación física del personaje: Si observamos al Poeta con objetividad, desde cerca, con afecto, pero sin el desequilibrio de la pasión, sin prejuicios favorables o desfavorables, vemos que está panzudo.

Empero, La casa de Dostoievsky es un recorrido por los lugares comunes en la biografía del hacedor de poemas. Su Poeta es muchos, principalmente un compatriota de Edwards, Enrique Lihn. Como obra de ficción La casa… no le debe nada a la realidad, sí en cambio a la literatura, al menos en esa primera mitad de la que ya hemos hablado. Sus cortos capítulos permiten llegar al vértigo, a la avalancha de eventos que se nos viene encima, a esa prosa que adquiere una honda, perdurable, calidad. El final es más anecdótico que memorable.

La ruta conocida

Los jóvenes que quieren ser poetas leen a Rimbaud, a T.S . Elliot, hablan de Block y Maiakovsky, de lo que le falta al poema, de la falta de talento, del suicidio, así, el Poeta es amigo y maestro. Al Chico, uno de sus discípulos, le explicó que leer a Amado Nervo era una pérdida de tiempo, y que los famosos veinte poemas de amor de Neruda eran dulzones, latigudos. Los jóvenes poetas leen a Apollinaire,a Baudelaire, a Valery. Quizás por eso la novela se alarga al principio. Esa parte suena tan familiar, tan recurrente.

A ratos la novela de Edwards se convierte en un recuento de poetas que no lleva a ningún lado, y a veces en una reflexión sobre el acto de escribir. Por esos lados la obra no cuaja. Para los iniciados, entre ellos los lectores activos, no aporta nada y para los que apenas se aventuran en estas lides es más como una guía telefónica.

Sí cumple, en cambio, con rellenar el molde parcial que implica reconstruir una vida. Como aproximación a lo que fue y a lo que posiblemente no ocurrió, la novela del chileno es generosa, hace buen uso de esa postura de historiador que no se atreve a dar por cierto ni siquiera lo que él tiene por verdad ya que las huellas del Poeta se entrecruzan, se confunden, pierden sus contornos.

La corrección y su falta de asombro

El Poeta es lo que menos importa, vivió como pudo y a veces como quiso, lo cual no es nada sencillo de lograr.

El regreso a la patria, que nos ofrece el reencuentro con los viejos amigos, sus palabras pronunciadas desde el púlpito de la celebridad, ya ganado el derecho a la extravagancia, tiene algo de cierre apropiado y de buen tono que no acaba de convencer.

No es una historia con la que sea indispensable ponernos en el lugar de un sufrido lector, al final el tono biográfico dirige la obra más hacia el decoro, es decir en dirección opuesta a la poesía.

La novela de Edwards pretende ofrecer un recorrido de sur a norte por la vida de un poeta. El intento se agradece, pero el resultado, si bien rebasa la frontera de lo aceptable, no es arrebatador, no como la poesía que Chile ha dado al mundo.

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