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Legorreta y La Laguna

ANTONIO E. MÉNDEZ VIGATÁ

 E Ntre 1926 y 1931 nacieron algunos de los arquitectos más importantes de nuestro país: Teodoro González de León (1926), Alejandro Zohn (1930-2000), Carlos Mijares Bracho (1930), Rodolfo Barragán Schwartz (1931), Antonio Attolini Lack (1931), y Ricardo Legorreta Vilchis (1931-2011), son varios de los representantes de esa generación que tanto ha aportado al patrimonio construido de nuestro país.

De entre éstos, indudablemente es Legorreta quien mayor fama internacional ha alcanzado, en parte por las dimensiones e importancia de sus obras, por haber construido en el extranjero, pero también por el peculiar lenguaje arquitectónico que adoptó a partir de mediados de los años sesenta. Un lenguaje que encontró su inspiración en la modernidad y en el arte popular mexicano, en el que supo absorber la estética de entre otros, los pintores y escultores Chucho Reyes y Mathias Goeritz, así como del arquitecto Luis Barragán, quienes de una u otra forma estuvieron vinculados con él en algunos de sus proyectos como el de la Fábrica Automex (1963-1969) o el del Camino Real de Ciudad de México (1968).

Es así, que muchos ven en la obra de este gran arquitecto una síntesis del modernismo internacional de José Villagrán García, de quien fue socio en la década de los cincuenta, con un lenguaje que es claramente identificable a través del uso de muros, de fuentes y del color, como mexicano.

Pero no, Legorreta fue mucho más allá de todo esto, era un verdadero poeta, un creador que incorporaba la luz y el entorno a su obra, que sabía cómo lograr el milagro de atrapar el cielo en un patio como el de la "Casa Colorada" (1995), de "recoger" la ciudad en una ventana, tal y como acontece en el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Monterrey (1991), o de jugar con los materiales para tejer superficies, como lo hizo en 1993 en sus proyectos para la Catedral de Managua en Nicaragua y el Museo del Niño de Ciudad de México.

Legorreta narraba historias con sus muros, creaba recorridos que iban develando misterios, generaba envolventes capaces de conmocionar lo más profundo de nuestro ser y de hacer que el hombre palpara la grandeza para la que fuimos creados. Sus espacios son un verdadero bálsamo para el alma de sus usuarios, lugares donde se puede trabajar con serenidad, jugar con alegría, divertirse o simplemente descansar.

En La Laguna realizó una de sus mejores obras, la Planta de Motores Renault (RIMEX) de 1983. Este hermoso conjunto de edificios está perfectamente situado en el entorno, se integra al desierto y hace evidente muchos de los mejores atributos de la arquitectura de Legorreta, sin embargo, el proyecto no corrió con suerte. La Renault abandonó México y sus planes para introducir vehículos al mercado estadounidense en 1986, a pesar de ello la planta sorprendentemente continuó produciendo motores para exportación hasta 1997, siendo finalmente vendida a LINAMAR, un fabricante de autopartes canadiense, en ese mismo año. Más adelante el complejo revivió cuando LG Philips Displays instaló una fábrica de cinescopios en el área que no ocupaba LINAMAR, pero cuando finalmente tuvo que cerrar como consecuencia del auge de las pantallas planas, buena parte del conjunto quedó abandonada.

Aún está vivo en mi memoria el recuerdo de la primera visita que realicé a esta fábrica a principios de los años noventa, el frescor de la fuente que recibía a los visitantes, los misteriosos muros que contrastaban con el cielo y marcaban el recorrido hacia la planta de producción, los jardines con su vegetación desértica, los espacios administrativos, llenos de luz, una luz misteriosa proveniente de las pequeñas fuentes y espejos de agua envueltos por gruesos muros, las celosías que permitían entrever el paisaje y la laberíntica sucesión de pasillos y áreas para oficinas que realizaban la magia de crear dentro de una construcción de tan grandes dimensiones, espacios íntimos.

Y sí, Legorreta era un hechicero, sus encantamientos aún están presentes en esos edificios, hoy abandonados. Las fuentes vacías, en este momento silenciosas, los muros, los espacios, siguen ahí, esperando un mejor momento, que finalmente concluya su vocación industrial, aguardando que algún visionario los rescate, les dé otro uso, ya sea para un centro cultural, un museo, una biblioteca, una universidad... o algo más.

Gómez Palacio, otrora lejos de la Planta de Motores de Renault, ya está a sus puertas, ya absorbe al conjunto, está lista para incorporarla a la vida citadina, para revivir este gran ejemplo de la arquitectura de México.

No sé si Legorreta sea el más grande de los arquitectos que mencioné en el primer párrafo - confieso que de esa generación tan destacada, prefiero a Carlos Mijares Bracho y a Rodolfo Barragán Schwartz- pero su genialidad y su asombrosa maestría para generar espacios es indiscutible.

Este notable poeta de la arquitectura hace unos días dejó este mundo, su obra permanece y continuará cautivando por muchas generaciones a quienes las visiten, su legado seguirá vivo a través del trabajo de las personas que estuvieron en contacto con él, o que tuvieron el privilegio de trabajar en su despacho, como es el caso de los arquitectos laguneros Rubén González Montaña y Sergio Guerrero Herrera. A nosotros como sociedad, nos corresponde asegurarnos de que el único proyecto que realizó en nuestra región no se convierta en una ruina, que vuelva a vivir y que sea disfrutado por los laguneros.

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