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Concurso de delincuentes

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

La frontera entre política y delito nunca ha sido fácil de trazar. Inclusive hay autores -Hans Magnus Enzensberger, por excelencia- que ven en el delito el nutrimento mismo de aquélla, y razón no les falta para explicar así su vínculo. En esa lógica, la democracia deriva de un parricidio: la eliminación del patriarca por parte de los hijos dio lugar a un nuevo tipo de gobierno. Y, sobra decirlo, en México, política y delito atan un nudo ciego.

Por eso pero, sobre todo, por la delicada circunstancia política y criminal, este año era preciso conducir las elecciones estatales de manera escrupulosa. Se requería subrayar, así quedara como una línea tenue, la frontera entre política y delito. Si de diferenciar el Estado de Derecho de los ciudadanos del Estado de barbarie de los criminales se trataba, los políticos estaban llamados a realizar un esfuerzo excepcional: esmerarse en llevar la contienda electoral por los senderos de la civilidad, la legalidad y la institucionalidad.

No fue así. La insaciable ambición de poder llevó a los políticos a desentenderse de ese esfuerzo y, a la vez, de garantizarle a la ciudadanía su derecho a elegir. Frustraron ese derecho de distinto modo: propusieron candidatos iguales, en algunos casos de una misma cepa; compraron votos; ataron el sufragio a la prestación de derechos o servicios; exhibieron al contrincante no como un adversario, sino como un enemigo; engañaron con promesas o encuestas hechizas. Hicieron todo por condenar el voto.

En suma, los políticos dejaron de ofrecerle opciones a la ciudadanía y, sin éstas, decir que el domingo 4 de julio habrá elecciones es un decir. No se puede elegir cuando no hay de dónde escoger, cuando los candidatos en vez de diferenciarse muestran su parecido. Del ejercicio electoral se hizo un concurso de delincuentes. La incompetencia política abrazó la competencia criminal, compartiendo el fervor por las urnas... fúnebres o electorales.

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Particularmente en este sexenio, en el discurso se ha querido confinar el crimen al exclusivo ámbito del narcotráfico y, luego, ante el fracaso en el combate de ese delito y ante la diversificación de la actividad criminal, el concepto se amplió al campo de la extorsión y el secuestro. Ahora, se dice que no se combate al crimen sino se "lucha por la seguridad pública".

Tiempo tendrán los historiadores para desentrañar si el motor de esa "lucha" -más allá de responder a una necesidad de legitimación en el gobierno- no era y es, desde una perspectiva más amplia, una violenta disputa por el poder. Esto es que, frente al descuido del Estado de Derecho por parte de los políticos, los criminales le estaban comiendo el mandando a políticos.

Vale la especulación porque, aunque ahora se diga que esa lucha es por los ciudadanos, lo cierto es que el crimen le estaba y está disputando a los políticos lo que, de acuerdo con los cánones, era de su dominio exclusivo: el control del territorio así como los monopolios de la violencia y del cobro del tributo. En ese dominio no caben dos y, aunque ahora hay dos ejércitos y se tributa al doble (al crimen y al fisco), al final sólo uno tendrá que prevalecer.

Tocará a los historiadores dilucidar esa cuestión, pero lo evidente es que, en el afán de conservar o ganar espacios de poder, los políticos resolvieron atacar a aquellos criminales, tolerando entre ellos el delito. Por eso el discurso del fortalecimiento del Estado de Derecho no permea. No pasa porque de ese Estado, los políticos se autoeximieron. Hicieron del Estado una parcela: se promueve su vigencia en la loma del crimen, pero no en la milpa del político.

Cuanto ocurre hoy en Oaxaca es, precisamente, eso. La complicidad de los políticos con su gremio dejó en el poder a Ulises Ruiz, un gobernador que debió dejar de serlo mucho antes del término de su mandato. Una pila de homicidios, delitos y fechorías sellan su gobierno y, por eso, la elección es una lucha de sobrevivencia. Por eso, tanta violencia política y criminal en ese estado.

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Bajo esa óptica, las elecciones estatales no fueron entendidas por los políticos como la oportunidad constitucional de los ciudadanos para ratificar o remover de las instancias ejecutivas o legislativas a quienes deberían de representarlos.

No, los políticos entendieron el ejercicio electoral como un insoportable trámite donde, a pesar y no gracias a la ciudadanía, deberían convalidar su estancia o su acceso en el poder político y, así, proyectar sus posibilidades en la próxima elección presidencial.

Por eso, salvo casos como el de la hidalguense Xóchitl Gálvez, los partidos no se empeñaron en llevar por candidatos a personalidades representativas de la ciudadanía o siquiera del partido postulante. Nada de eso. Colocaron en las candidaturas a quien, sin importar su filiación o congruencia política o ideológica, les garantizara la permanencia o la conquista del poder. De ahí que, en el colmo del absurdo, se le pida a la ciudadanía escoger entre un priista con credencial o un priista sin credencial. De ahí que, en la confusión entre política y delito, exhorten a la ciudadanía escoger entre un delincuente u otro, subrayando que la diferencia está en la gravedad del delito cometido.

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El no revestir de pulcritud las elecciones y, de ese modo, poner a salvo la democracia de la disputa por el Estado con el crimen no se redujo al ámbito de las candidaturas.

No, los gobiernos federal y los estatales, los dirigentes partidistas nacionales y estatales hicieron todo cuanto pudieron por asegurarse el poder, aun a costa de las instituciones que ponían en riesgo. Los institutos electorales estatales parecen, en su mayoría, extensiones gubernamentales; la fiscalía electoral, una nulidad para gastar dinero; las procuradurías de justicia, un recurso engatillado para ser usado como ariete político; los encargados de los programas sociales, promotores del voto de su partido con cargo al presupuesto público; los responsables de los servicios de Inteligencia, públicos o privados, instrumentos para detectar delitos a partir de la comisión de otros delitos. Ni siquiera el presidente de la República se ahorró la posibilidad de aparecer como el Primer Promotor a Favor de su Partido.

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Si en su libro Política y delito, Hans Magnus Enzensberger hubiera estudiado a México, ese texto no contendría una hipótesis y varios ensayos de demostración. Sería una crónica, el retrato de una realidad donde cada vez es más difícil distinguir a los políticos de los delincuentes, con o sin registro.

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