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Sesenta años de la Familia Burrón

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Parece que fue ayer: al salir de misa de las doce, y como premio por no haber incendiado el presbiterio ni roncado a la hora de los sermones ni bostezado ruidosamente a lo largo de la liturgia (que, échenle cuentas, todavía me tocó en latín), nuestro padre solía llevar a sus críos ahí cruzando la calle, al kiosco norte de la plaza principal de Gómez Palacio. La ocupación básica del negocio era la venta de revistas y lo que los españoles llaman “tebeos”, los gringos “comics”, los japoneses “manga” y nosotros, en una evidente confusión semántica, sencillamente “cuentos”. Mis hermanas, si mal no recuerdo, se lanzaban sobre “Susy: secretos del corazón” y “Periquita”. A un servidor le encantaban “La zorra y el cuervo”, “La Pequeña Lulú” (con todo y el Club de Toby) y algunos de Walt Disney. Más los que solíamos compartir. Total, que a la vetusta casona de la avenida Hidalgo llegábamos con un buen tambache de ocho o diez o doce “cuentos”. Y ahí se nos iban las horas de aquellos domingos sin deportes, películas y creo que ni televisión, para acabar pronto.

Los comics (para usar el término universalmente empleado para denominar a las historietas ilustradas) han sido desde sus inicios, allá a fines del Siglo XIX, una de las primeras herramientas alfabetizadoras, poderosos estimulantes de la imaginación y espejos notables de las sociedades que las producen. De ahí que no ha de dudarse en ubicar a ese género como legítimamente perteneciente a la literatura. Digo, si se incluye en tal categoría a las novelas de Bárbara Cartland, ¿por qué no a las magnas obras de Stan Lee?

Además, los comics tienen la tendencia a convertirse en auténticas manifestaciones culturales de masas. En Japón hay gente que dedica su vida a coleccionar todo lo relacionado con los manga. Los primeros comics de algunas series alcanzan precios demenciales en e-Bay. Ya no hablemos de la influencia que en la cultura infantil universal ha ejercido un cierto ratón con guantes. ¿Y se han fijado que a últimas fechas Hollywood no puede caminar sin superhéroes (o villanos) que nacieron en las páginas atiborradas de imágenes de los comics? Y no sólo Hollywood, en el sentido de la cinematografía comercial y palomera. Si no han visto “Sin City” de Frank Miller y Robert Rodríguez, se han perdido uno de los mejores filmes en años.

Los comics suelen cobrar una vida propia. Durante décadas pudimos seguir las peripecias del eterno perdedor Charlie Brown, su desquiciante (y desquiciado) sabueso filósofo Snoopy, y toda esa maravillosa pandilla de existencialistas perdidos en unos cuantos cuadros de dibujo… sin darnos cuenta de que nunca envejecían. Charlie Brown estuvo enamorado de la muchachita pelirroja fácil unos treinta años… y siempre fue un “Puppy Love”. Y nosotros, ni cuenta. El comic más antiguo todavía en activo (y el primero en aparecer a color), “The Katzenjammer Kids” (que aquí se llama “Travesuras de unos pilluelos” o alguna tontería por el estilo) continúa narrando las barbajanadas de unos mocosos que ya tienen su buen siglo de andar dando la función.

Otros, en cambio, siguen los avatares de la época y van envejeciendo con sus lectores. Aunque eso tiene sus bemoles, como lo prueba la reacción de algunos lectores a una idea (ustedes dirán si ideal o ideota) planteada hace unos días por la cartonista canadiense Lynn Johnston. Esta señora ha publicado desde hace 29 años una tira llamada “For better or for worse”. No recuerdo cómo le pusieron aquí en México, pero quizá la recuerden si se las describo: son las peripecias de una familia de clase media, que suelen tener cara de pasmados y unos ojos redondos-redondos. Y son peripecias de todo tipo: las angustias de los padres que ven a sus hijos pasar de niños a adolescentes a adultos; la pésima puntería que para los novios tiene la hija; la desolación por la muerte del perro familiar, ahogado salvando a un crío. En fin, que durante casi tres décadas, los fieles seguidores de esta tira han visto crecer a los niños, enfermar y morir a los abuelos, y cómo va aumentando la pancita del esposo. El problema es que la señora Johnston anunció que va ¡a volver a empezar! O sea, los protagonistas retornarán a ser jóvenes, apenas van a estar esperando el primer hijo, y la historia recomenzada hilará historias que arrancan en el Siglo XXI, y no en plena Guerra de Vietnam. Algunos lectores reaccionaron furiosos: no se vale reinventar una historia que, desde su punto de vista, les pertenece. Regresar a los personajes a la juventud es una burla para quienes se identificaban con la susodicha pancita. Y si a ésas vamos, ¡que no mate al perro! Hasta eso, la autora ya juró que el chucho morirá de viejo.

El que los personajes de un comic no envejezcan puede ser malo o bueno. Un servidor lleva cuarenta años esperando que Peter Parker finalmente embarace a Mary Jane, nada más para ver si el chiquillo empieza a gatear por las paredes y el techo. Y la verdad, ya me cansé. Como llevo una eternidad esperando que a Lorenzo le dé un infarto fulminante por el colesterol de sus supersándwiches, o le ponga una demanda de padre y señor mío a su jefe cuando éste lo agarra a patadas.

Pero hay comics que, pese a durar décadas y décadas, siguen asombrándonos, sorprendiéndonos, y su perenne juventud (o madurez) no nos inquieta ni nos provoca zozobra. Uno de ésos es “La Familia Burrón”, de Gabriel Vargas, que el día de mañana cumplirá sesenta años.

Los Burrón son parte del inconsciente colectivo mexicano por varias razones. La primera, por supuesto, es su longevidad. Si se fijan, Borolas y sus aventuras han acompañado al pueblo de México durante el 32% de la vida independiente de este país: ¡casi un tercio de nuestra historia como república disfuncional! Eso, nada más para abrir boca.

Otro factor que ha hecho de “La Familia Burrón” una institución cultural es que ha sabido reflejar los valores, usos y costumbres de la clase media baja mexicana, a la cual han tratado de exterminar todo tipo de gobiernos desde que nació (la clase social y el cómic) y que ha demostrado ser más resistente que las cucarachas. Y en esa familia se pueden identificar no sólo quienes pertenecen al mismo estrato, siempre oscilando entre la pobreza y las aspiraciones de algún día tener la camionetota que anuncian en la tele; sino prácticamente todo mexicano que sabe que, en Anáhuac, la realidad está en otra parte.

Además, las andanzas de Borolas han develado un secreto a voces: que el México machista, misógino y con alimañas como Mario Marín es, realmente, un matriarcado. ¿Qué habría sido de ese comic si la voz cantante la hubiera llevado don Regino? Sería como si en el sexenio pasado hubiera gobernado Martita y no Vicente.

¡Oops! Sorry.

En fin, que hay que celebrar los sesenta años de una familia que, nos guste o no, es parte nuestra. Porque nosotros formamos parte de ella. Casi, casi, genéticamente.

Consejo no pedido para que el río llegue a tiempo dentro de veinte años: chéquese las direcciones http://mx.geocities.com/coleccioncomics/familiaburron y comicaccess.com. Algo se les pegará. Provecho.

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