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Las Causas de la Lucha

Alfonso Villalva P.

Las Causas de la Lucha

 Alfonso Villalva P.

Janet se detuvo en la esquina de Madison y la calle 48.  Las correas de sus sandalias le estrangulaban los tobillos.  Sus zapatos, comprados en una tienda de departamentos de la quinta avenida –lujosísima, carísima-, con lo último de la moda.  Era extraño que algo, en la meticulosa vida de Janet, no fuese perfecto.

Janet gozaba su forma de vestir, para ella era esencial un atuendo actualizado, en términos de lo que las expertas llaman vanguardia, pues una mujer de su talante, con un altísimo puesto en un banco mundialmente influyente, debía lucir excelente.  Su forma de vestir era una combinación peculiar entre el uniforme de combate de la guerra corporativa y la femineidad que siempre había proyectado, con el mismo fin.  Mientras luchaba con los zapatos miró sus pies, sus rodillas, y reconoció que todavía era bella, que los años no habían logrado difuminar los rasgos de esa belleza blanca pelirroja que a más de uno quitó el aliento en alguna mesa de negociación.  A fin de cuentas, la vanidad le traicionó por un momento, y se dijo en voz baja, casi imperceptible, que no estaba mal nada mal para una mujer de cincuenta y un años que había decidido apostar por la carrera profesional a toda costa, para quien los sentimientos no eran más que payasadas que quitaban el tiempo y producían vulnerabilidad ante los hombres que, como tiburones, buscaban su cabeza para quedarse con su puesto.

Dentro de sus orgullos se encontraba la dureza con la que negociaba, la frialdad con la que tomaba decisiones financieras, su habilidad para manipular a los demás y, desde luego, el temple de acero para no involucrarse sentimentalmente.  Mucho habían dicho de ella en el banco, algunos la calificaban amargada y desdichada, otros la veían como guerrillera de los derechos de la mujer, según ella los entendía –como una guerra por el poder, a muerte contra los hombres-.  Incluso no falta quien aseguraba que era una lesbiana frustrada, porque ni siquiera había sido capaz de encontrar una pareja.

Janet había reído por años de todas las especulaciones sobre su persona, convencida que eran producto de la envidia a su brillante carrera, o generadas por los hombres que no tenían sus méritos y sueldo.  Después de divertirse ante cada especulación nueva y coleccionarla como un trofeo más, Janet dirigía sus baterías corporativas hacia el autor de tales especulaciones y se le echaba encima como gata salvaje, para reventarle, fulminante.  Era una suerte de deporte personal, un juego de poder que le permitía –según ella- ajustar las cuentas pendientes.

No obstante, en una esquina transitadísima de Nueva York, mientras ajustaba sus zapatos, sentía algo extraño en su interior.  Algo había sucedido desde que el nuevo pasante llegó.  Desde que ese chico arrogante de Buenos Aires había demostrado que era, al menos, igual de bueno que ella pero con menores esfuerzos, al tiempo que directa y descaradamente le repetía lo atractiva que le parecía.

Después de treinta y seis años de buscar la cumbre profesional, con exclusión de todo lo que no fuera la carrera que eligió, los negocios; de no permitir un guiño que no tuviese por objeto un movimiento corporativo, un beneficio laboral, ese día había aceptado la invitación a comer del muchacho argentino, quien deliberadamente evitó cualquier tema de trabajo y, con la cadencia del Merlot, le describió despacio sus razones para creer en su belleza, para afirmar que sus piernas, sus caderas, sus ojos y sus labios tenían mucho más que dar que sus actitudes duras de la oficina.  En el fondo, Janet sabía porqué le había permitido a un muchachito de veinticinco años tomarse esas libertades y, mientras terminaba de arreglar sus zapatos de doscientos dólares, rectificó el desliz y aseguró que se vengaría del pasante atrevido…, idiota.

Pero cuando al fin se irguió, sintió una especie espasmo eléctrico que comenzó en el estómago, recorrió toda su espina, la ruborizó y le produjo una sonrisa involuntaria.  Entonces Janet comprendió que en el fondo seguía siendo una mujer capaz de vibrar, de abandonarse a un beso, de gritar ante una caricia bien colocada.  Comprendió que librándose de su disfraz de perra corporativa, tendría capacidad de cambiar, de una maldita vez, el destino en el que se había guarecido para evitar riesgos, la estupidez de que la defensa de la mujer implica solamente el trabajo y la amargura de pelear contra todo, excluyendo la verdadera causa de su lucha, la magnífica estructura de encantos intelectuales, y enigmas de los sentimientos, talentos, destrezas, la belleza del alma de una mujer.

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